La Jornada Semanal, 8 de febrero de 1998
Kakfa, en una carta a Felice
scrita entre la parodia de la declaración de Hamlet a Ofelia, en mensajes escondidos en cajas de caramelo, y el de un final en forma de adivinanza sin sintido, la historia de este amor secretísimo y casto, tan impulsivamente pueril y al mismo tiempo sin esperanza, podría quizá parecer ridícula si no participase, como los verdaderos grandes amores, de lo ridículo y de lo sublime.
Aquí hay un Fausto en gabardina afectado de amigdalitis y empleado en empresas lisboetas de importación-exportación, obligado a permutar su frágil Margherita, inteligente y un poco desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario escondido en el Proyecto de una Obra. ``Por lo demás, mi vida gira en torno a mi obra literaria, por muy buena o mala que sea o que pueda ser. De la vida, todo lo demás tiene para mí un interés secundario...'' Es imposible no pensar en una carta de Kafka a Felice Bauer de 1912: ``En el fondo, mi vida consiste, y ha consistido desde siempre, en intentos de escribir [...]. Mi tenor de vida está organizado exclusivamente para la escritura, y si sufre cambios, los sufre para que sirvan mejor al escritor, ya que el tiempo es breve y las fuerzas exiguas, la oficina es un horror, la casa es ruidosa y es necesario ingeniárselas con mañas cuando no es posible hacerlo con una vida correcta.''
Y es imposible no imaginarse esta elección como algo obvio, y quizás un poco banal, Ersatz: Pessoa ha elegido la literatura simplemente porque no podía elegir el amor.
Pero cada lector de Pessoa sabe que lo obvio y lo banal son categorías inadecuadas para un personaje que vivió una vida de empleado de oficina como si fuese un empleado de oficina, se trató a sí mismo como si fuese otro, escribió sus poesías como si fuesen de otro. El sentimentalismo más ínfimo, tan implacablemente de mal gusto y tan inapelablemente ``normal'', confiere a estas cartas una obviedad demasiado obvia para ser verdaderamente obvia. Es la primera sospecha que estas cartas nos manifiestan, y con ella el primer malestar. Como si en estas misivas corriese de manera subterránea algo de indescifrablemente nocivo y pecaminoso. En esta carta no existe la obviedad, sino lo Obvio, con mayúscula y platónico, su estructura profunda, la fenomenología en forma epistolar de un paradigma: el código amenazadoramente estúpido del Amor.
Creo que no le habría gustado a Stendhal este amor tan pobre de connotaciones históricas y de implicaciones sociales, indigno de figurar en su tratado. Pero si estas cartas hubiesen caído bajo la mirada de Bouvard y Pécuchet, quizá los dos metafísicos de la Btise habrían emitido con satisfacción su sentencia preferida: ``¿Qué haremos con todo esto? ¡Nada de reflexiones! ¡Copiemos!'' Con Flaubert, por lo demás, Pessoa muestra una gran afinidad electiva.ÊTambién él, como el ex idiot de la famille, encerrado, espiando al mundo desde las ventanas, habría podido legítimamente declarar que la vida ``parece tolerable sólo si se consigue esquivarla''; y su obra, especialmente las más angustiosas composiciones de çlvaro de Campos (Passagem das horas y Tabacaria) lo confirman. He aquí por qué el silabario de estas cartas nos procura el malestar de un pecado doloroso e inútil: como alguien que desea, con extrema convicción, algo de lo que no está convencido; como ciertas máquinas ingeniosas y perfectas que no sirven para nada. Porque nos inducen a pensar que Pessoa había delegado en otro, en él mismo, la misión de vivir una historia de amor y de escribir cartas de amor a la señorita Ophélia Queirós, también ella empleada en empresas de importación-exportación en la Lisboa de los años veinte. Y que él se ha quedado mirando su Bouvard y Pécuchet, que era él mismo, él que recopiaba sus propias cartas. Todo Pessoa es como si, ha escrito Luciana Stegagno Picchio. A su modo, también estas cartas son como si.
Pero también es verdad que los como si producen dolor. Y quizá también placer. Como una prótesis. Y postulan una sintonía con la sensibilidad del sujeto último al que se refieren: por tanto están dotados de los mismos principios de éste, poseen los mismos mecanismos, quizás el material sea el mismo. El Fernando Pessoa que vive su como si es evidentemente también él Fernando Pessoa. Siguiendo la descarnada crónica de su ``como amor'' tendremos ``una posterior superficie, un posterior estrato de ese laberinto que Pessoa fue siempre''.(1)
¿De qué nos hablan estas cartas? En primer lugar nos hablan de horarios. Lo que puede parecer bastante plausible para un hombre que escandió su vida en el inmutable metrónomo del pequeño empleado. Pero en estas cartas la presencia de las manecillas es tan obsesiva que se convierte en algo diverso de una mera cuenta de las horas. Pessoa tiene siempre el poder de agrandar la banalidad, como saben hacer los grandes neuróticos. En él la costumbre se convierte en tic, el tic en manía, la manía en obsesión; y la obsesión remite a zonas oscuras, a minúsculos abismos cotidianos, a tótems domésticos y prepotentes. Nos hablan también del terror-rechazo por la fotografía, por aquella ``provisional imagen de sí mismo'', como la definió en la dedicatoria a una tía que se la había pedido insistentemente, que sin duda tiene algo en común con la angustia de lo ``real visible'' que siempre acompañó a la poesía de Campos. En definitiva, nos hablan de la conjugación del insólito binomio Amor/Deambular, dictado por el criterio esquizoide de hallarse en un lugar, y al mismo tiempo pensar en cuando se encuentre en otro lugar. Lo que le obliga obsesivamente a trazar recorridos, a imaginar itinerarios, a marcar una espesísima red topográfica hecha de calles, de plazas, de callejones, de bancos, de puertos, de paradas de tranvía y que se inscribe en la Lisboa representada (la ``Baixa'') por el Campos vanguardista y por Bernardo Soares, amanuense decadente.(2) Y hay, por último, la proyección de sí mismo sobre el ser amado para amarse narcisistamente, de modo tal que parece oírse los versos de Ricardo Reis:
Ninguém a outro ama, seno che ama
O que de si há nele, ou é suposto.
(Nadie ama a otro, ama sólo/ aquello que de sí hay en él, o que le supone).
En Ophélia, ¿qué ama (o supone) de sí Fernando Pessoa? Ama al niño que es, su más urgente puerilidad finalmente sustraída a las censuras del superego y mostrada en su más insolente desnudez: lo que significa balbuceo infantil, deseo de recibir cachetadas maternas, ganas de su regazo, envidia-nostalgia de un mundo en el cual el juicio sobre lo real era delegado a los adultos.
Ciertamente fue una bonita relación neurótica, maniaca, como son los amores que por norma duran toda una vida: precisamente lo contrario de ciertas pasiones liberadoras, arrolladoras y basadas todas en la caderas. No: esto fue, sin serlo, un matrimonio, y como tal se nutrió de hábitos, de decoro, de devoción y de mezquindad. No arrolló a nadie, no liberó a nadie y no produjo nada. Sólo que se agotó en la pura idea o en la pura estructura matrimonial, prescindiendo del tálamo. Mas aquí ¿qué tiene que ver el sexo? Para Pessoa esto fue la esencia del amor, no su realización en el plano del pragmatismo, así como el ortónimo lo había teorizado en poesía:
O amor é que é essencial.
O sexo é só um
acidente.
Pode ser igual
Ou diferente.
O homen no é um
animal:
uma carne inteligente,
Embora s vezes
doente.
(Es el amor lo que es esencial./ El sexo es sólo un accidente./Puede ser igual o diferente./ El hombre no es un animal:/es una carne inteligente,/ aunque a veces enferma).
Y el ``accidente'' no se verificó. Presumiblemente tal accidentalidad le estaba prohibida a este tipo de amor, y las cartas lo revelan. Y además, ¿por qué hablar del hombre Pessoa? Quien juega aquí, aunque se llame como él (precisamente porque es él), es uno de sus muchos alterÊego, un ``doble'' doble. Más que nunca personaje de sí mismo, este Pessoa ortónimo que escribe cartas de amor en las mesitas de los viejos cafés de Lisboa vive la vida en la literatura: como Campos, Reis, Caeiro y los otros heterónimos vive, mas vive una vida que es la quintaesencia de la vida, su código.(3)
El punto central de estas cartas, como de toda la poesía de Pessoa, es el problema de la ficción, es decir, de la heteronimia. No podía ser de otro modo, porque la ``ficción verdadera'' de Pessoa, según su sutil distinción, es una actitud hacia lo real, no sólo una dimensión literaria, y la usó en la literatura y en la vida sin ninguna diferencia. La presencia de los distintos heterónimos se reduce aquí principalmente a la persona de çlvaro de Campos, visto que, como declara Ophélia en su testimonio, ``Fernando raramente hablaba de Caeiro, de Reis y de Soares''. Es verdad que está presente también el señor Crosse, el crucigramista de nombre charadístico que pasó la vida participando en los concursos de acertijos y crucigramas del Times de Londres. Pero su aparición no representa nunca una interferencia entre los dos enamorados: es más, es un personaje que conforta y protege, eventual dispensador de bienes naturales en la feliz hipótesis de una victoria suya. La presencia del ingeniero çlvaro de Campos, tratado siempre con irónico respeto, con su título profesional, es bastante diferente. Su existencia se insinúa bien pronto en la historia de amor de Ophélia y Fernando, reclama su derecho al juicio, a la acción, a la participación. ``No te asombre si mi caligrafía es un poco extraña'', le hace observar Fernando en la carta 13, y justifica esta extrañeza por dos motivos: la calidad de la hoja y el estado de embriaguez en que se encuentra. Y después, añade otro tercer motivo: ``que hay sólo dos motivos, y por tanto no hay ningún tercerÊmotivo''. Es un típico oximoron a lo Campos, que entre paréntesis firma esta paradójica sentencia; pero no es necesario olvidar el verdadero motivo implícito al no-motivo aparente: el hábito de Pessoa de cambiar de caligrafía según sus heterónimos. Por ello la real extrañeza (léase diferencia) de la caligrafía.
Queda por saber por qué, entre los heterónimos mayores, le ha tocado en suerte precisamente a çlvaro de Campos ser participe de la historia de amor de Fernando. Ciertamente él gozó de un estatus especial que los otros heterónimos no tuvieron. Alberto Caeiro murió muy joven, en 1915, después de haber transcurrido toda su vida en provincias con una vieja tía. Ricardo Reis se fue pronto de Portugal, emigró a Brasil a causa de sus ideas monárquicas y no regresó jamás. çlvaroÊde Campos, ingeniero naval en paro, vivió toda su vida con Pessoa, frecuentó y amó los mismos lugares (la ``Baixa'', los muelles del puerto, los cafés, las tienduchas y los estancos de Rua dos Retroseiros), cesó de escribir cuando Pessoa cesó de escribir, murió con él. Pero creo que también hay que tener en cuenta una aguda observación de Jorge de Sena que concierne a la naturaleza de Campos, el único homosexual de todo el grupo heterónimo. Si esta observación es exacta, es decir, si Campos fue elegido por Pessoa (consciente o inconscientemente) como elemento ``perturbador'', entonces su papel en la historia de amor se vuelve bastante complejo, porque de alguna manera viene a construir el tercer lado del clásico triángulo amoroso, aunque dotado de un signo diferente. Además Ophélia, con su inteligencia y su sensibilidad, había intuido en Campos una presencia amenazadora y enemiga. Su antipatía hacia él le es reprochada por Fernando en varias ocasiones, y más de una vez se lamenta de la aversión de su enamorada por el ingeniero, a pesar de que a éste ``la Neniña le gusta mucho, muchísimo'' (carta 26). Un entusiasmo, el del ingeniero vanguardista, de reciente fecha, visto que apenas un mes antes Fernando terminaba una cartaÊcon esta afirmación: ``¡Sécate las lágrimas, pequeña mía! Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo çlvaro de Campos, que generalmente ha estado siempre contra ti'' (carta 22).
Rápidamente la presencia de Campos se convierte en algo sólido y tiende incluso a destronar a Fernando, a sustituirlo. En la carta 35, donde Fernando le confía a Ophélia el proyecto de internarse en una clínica psiquiátrica para buscar una cura que le permita resistir a la onda negra que se ha abatido sobre su ``cerebro condenado'', con una bromista frase de despedida trata de minimizar un acontecimiento que ciertamente ha sido grave y perturbador. Pero el tono de boutade no consigue ocultar el pánico por un ``juego'' que quizá no sea ya controlable. Es octubre de 1920, víspera de la primera ruptura, y la frase dice: ``Después de todo, ¿de qué se trataba? Me han confundido con çlvaro de Campos.''
Ni siquiera nueve años más tarde, cuando después de la larga separación se reenciende efímero el brillo de una nueva llama, el ingeniero naval se retira discretamente a la sombra. Es más, cuando él entra en la relación de los dos con seguridad y prosopopeya, se encarga de escribir de su puño y letra a la ``rival'' para convencerla de que no piense más en Fernando (carta 41). Y tiene el sabor de la venganza (o mejor, de un ajuste de cuentas) la invitación que Campos dirige a Ophélia para que ésta arroje por la alcantarilla ``la imagen mental'' de Pessoa. Ahora ya el ortónimo y el heterónimo gozan del mismo estatus, ambos son una imagen mental, una invención, la idea de alguien que es Fernando Pessoa pero que no es ninguno de los dos.
¿Y el verdadero Pessoa dónde está? ¿En qué lugar se desenvuelve su vida? ¿Qué hace este rebelde de sí mismo? Pessoa está en cualquier otro lugar que se piensa y que se escribe. Su destino ``pertenece a otra Ley... y está subordinado cada vez más a la obediencia a los Maestros que no permiten y no perdonan'' (carta 36). Como este amor, que fue un pensamiento,Êtambién la ``verdadera'' vida de Pessoa parece un pensamiento, como si todo hubiese sido pensado por otro. Existe, pero no tiene lugar. Es un texto. En esta ausencia está su inquietante grandeza.
Notas:
(1) David Mouro Ferreira, al cual se debe la iniciativa de la
publicación de las cartas, en el excelente ensayo que acompaña a la
edición portuguesa.
(2) Para un sugestivo itinerario de los lugares amados por Pessoa
(especialmente por Campos y Soares), cfr. María José de Lancastre,
Peregrinatio ad loca fernandina. La Lisboa de Pessoa, op. cit.,
pp. 117-135
(3) El problema de la ``ficción'' presente en las cartas a Ophélia ha
sido analizado con gran finura por J.A. Seabra, ``Amor e
fingimento. Sobre as `Cartas de Amor' de Fenando Pessoa'', en
Persona, 3, Centro de Estudios Pessoanos, Porto, 1979,
pp. 77-85.