En el laberinto de las relaciones humanas, la cortesía puede transformarse en una forma superior de la ofensa. El caso más artero es el del ``amigo'' que anuncia: ``ayer estuvieron hablando mal de ti'', y no contento con divulgar malas noticias, presume: ``yo te defendí, claro, pero te odian tanto que fue en vano''. A continuación, el envenenador espera, no sólo arruinarte el día, sino que le des las gracias. El tema presenta un aspecto menos cruel, pero sin duda más asiduo, con el drama del reconocimiento. Estamos ante una charola repleta de canapés, profundamente concentrados en un sandwich de triangulito, cuando alguien nos dice: ``¿Ya no saludas?'' Los socionautas que no se pierden un coctel han experimentado infinidad de veces esta situación: más allá de la charola y sus rápidas delicias, unos ojillos penetrantes y una sonrisa congelada exigen ser reconocidos. Aunque la otra persona tampoco nos haya saludado, nos mira con tanto interés que pensamos en seres próximos que el destino volvió lejanos: nuestra prima extraviada en Coahuila, la niña con la que jugábamos con entrañable suciedad en el arenero, la misteriosa pasajera con la que coincidimos en un vagón del Chihuahua-Pacífico. La verdad sea dicha, cuesta trabajo pasar de las aceitunas a los congéneres; ¿qué clase de intimidad nos une con esa criatura ignota? Infinidad de rostros nos resultan familiares, no porque sepamos a quiénes pertenecen, sino porque en sus borrosas facciones intuimos a alguien que vimos en otra época en una revista o en un mural de Orozco. Como las fisonomías aún no incluyen mutaciones, en todo pelo curtido con spray hay algo de la tía Gregoria y en todo lunar de fábrica algo de la dinastía Sánchez. Por desgracia, estas pistas suelen ser falsas y sólo sirven para inferir que esa persona provista de nariz y de dos ojos tiene algún vínculo con nosotros. Muchas veces se trata de gente que vimos en un contexto muy distinto. ¿Cómo suponer que esa señora de traje sastre ministerial es la misma que nos presentaron con turbante y máscara de papaya en una terapia de meditación neotibetana? Otras veces, quien se queja de no ser saludada tampoco nos conoce o nos confunde con una figura de su abisal pasado. Pero decirlo es una grosería. Cedemos así a la amabilidad surbordinada. Un extraño nos palmea el hombro como si fuésemos cómplices, socios, sicarios de idénticos delitos. Naturalmente, respondemos con un abrazo bravío que sólo se debe al estupor. Después de respirar su loción y palpar el saco en busca de claves sensoriales, encaramos a un señor licenciado al que no tenemos nada que decirle. La situación se agrava con el diálogo. Un par de anzuelos sin carnada (``¡tanto tiempo, ¿verdad?, ¿qué te has hecho, sigues donde mismo?'') revelan que lo único que sabemos de ese prójimo es que acabamos de abrazarlo. Es el momento de confesar, con humillada dignidad, que olvidaste la cercanía que tuvieron en otro tiempo, y de darle la opción de reconocer que también él se obnuviló y te tomó por alguien tan confundible como tú. Aceptar estas fallas nos salvaría de males peores, pero algo nos sujeta a la falsa cortesía. Fingimos tener amigos íntimos que no conocemos y asumimos con mansedumbre el decepcionante destino que nos atribuyen. El diálogo prosigue en plan Ionesco hasta que el más franco de los dos pregunta: ``¿Te acuerdas de mí?'' La ocasión de decir con voz rota por la culpa: ``Ni madres.'' Pero de nueva cuenta, un sentido traidor del trato humano nos lleva a un entusiasta: ``Claro!'' Si el otro tiene piedad, aceptará nuestra mentira. Si es un imbécil de cuidado, un narciso extremo o un sociópata articulado y sádico, pronunciará la frase que es la versión fiestera de la inyección letal: ``A ver, ¿quién soy?'' Aunque la pregunta es un insulto a nuestro sagrado derecho al despiste, para ese momento ya hemos sido tan hipócritas que no podemos darnos por ofendidos. De nada sirve pensar en la vanidad de alguien que se considera tan importante que debe ser reconocido. Nos convertimos en paparazzi de ocasión, mimamos al depredador social con atenciones sin fin, hasta que nos dice: ``Eres un farsante, ¿cómo es posible que te hayas olvidado?'' Y así nos deja, confundidos, culpables de un crimen de lesa urbanidad. ¿Fuimos incapaces de detectar a nuestro hermano? ¿Olvidamos el detalle significativo, la barba partida, el dedo chueco, la anagnórisis delatora de que compartimos la misma sangre? Puesto que hemos convertido a la amabilidad en una variante de la agresión, ha llegado la hora de hacer de la confusión una cortesía y contestar: ``Sé quién no eres: por eso hablo contigo.''
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Hombre y mujer, macho y hembra, está bien, viva la diferencia, aunque no es muy grande. El dimorfismo sexual, las características que distinguen a machos y hembras, puede ser inmenso. En algunas especies de cóccidos, insectos hemípteros (esto es, de pico articulado, como la chinche, por ejemplo), el macho es tan chiquito que tiene, respecto a la hembra, la proporción de una hormiga que deambula sobre un melón. Y va y viene sobre ella buscando. Estas largas y repetidas exploraciones obedecen a que busca anhelosamente la hendidura genital. Una vez que la encuentra, consuma su obra, se desprende y vase volando. Porque el macho tiene alas, mientras que la hembra es sin alas, o áptera. Este pequeñuelo es rápido, y no como el macho de los syugamos que vive, he dicho vive, oblicuamente agarrado a la hembra en acoplamiento incesante, posición que justifica el nombre del gusano de dos cabezas dado a esta ardiente especie animal. Explican los naturalistas que esta atlética e incansable cópula viene de que esa forma de vida hace imposible que otros machos penetren a la hembra, es decir, que es una solución radical, exagerada sin duda, y con su toque surrealista, a los celos francamente ingobernales y desorbitados. Cuando en estética se habla de la naturaleza se piensa sobre todo en su belleza. Cuántas plumas ilustres se han gastado en cantarla. Pero esta ponderación de la naturaleza es siempre selectiva. Piensa en la flor lozana, pero no en la planta completa: sonetos barrocos, gongorinos y exactos van y vienen a la rosa de gentil cultura, ninguno al horrendo pulpo velludo que la nutre allá abajo, en lo oscuro y entre lombrices de tierra. El que dice que algo es natural, por decir que es normal, predecible, acostumbrado, no sabe de qué está hablando: lo que llamamos perversiones o desviaciones abunda en la naturaleza con tal inventiva, prodigalidad y extravagancia que hace aparecer las heterodoxias humanas como juego de niños. Remy de Gourmont tiene un librito delicioso sobre el tema, Historia natural del amor, traducido, por cierto, al inglés por Ezra Pound. Nada mejor que explorarlo un poco más para curarnos de patetismos al hablar de la naturaleza y su rectitud. La avispa hembra es arrogante, belicosa y no le tiene miedo a nada. Llega a derrotar a la tarántula, mucho mayor que ella, en combate repugnante y desigual. Pero mira al macho de la especie. Es pequeño, inerme y pueril. Parece ser que mientras la hembra es musculosa y carnívora, él, timorato y exquisito, rehúsa la guerra y la cacería y se alimenta sólo de polen de flores. Porque hay que decirlo de una vez: entre los animales inferiores es común la superioridad manifiesta de la hembra. Y este inepto y apocado vegetariano tiene problemas porque es sumamente lujurioso, pero el acomplamiento con la hembra hercúlea y furiosa está lleno de riesgo. Así que el macho, anheloso y cobarde, se ve obligado a rondar los nidos acechando a que nazcan las hembras. En cuanto asoman, se deja caer sobre alguna. La recién nacida es poseída y fecundada en el momento mismo de romper el nido que la cobija. Y la avispa conoce así, en un mismo estremecimiento inicial, la luz y el amor. Qué instante de éxtasis, qué luz inmensa confundida y multiplicada por el placer. Inmediatamente el macho se da a la fuga del lugar de los hechos, aterrado de su propio atrevimiento. En la gravitación universal del amor nada supera a las efímeras. Nacen en el crepúsculo, se acoplan, pone la hembra en la noche, y macho y hembra mueren en la madrugada, sin ver el sol del nuevo día. Qué amantes: están destinados al erotismo tan exclusiva y urgentemente que ni siquiera tienen aparato digestivo. No pierden el tiempo ni se distraen: nacer y amar hasta caer extenuados, esa es su vida. Una noche amor loco y ya, no piden más. La vida, desde el virus apenas diferenciado, hasta el elefante, pasando por todas las plantas y animales, prosigue un único y misterioso fin: conservar y engendrar la vida. ¿Hay respuesta a la pregunta: por qué el organismo quiere tan exclusiva y anhelosamente replicarse? Antes de dejar el tema, veamos un animalito más grande, pero igualmente lúbrico: el pulpo. La hembra huye siempre de la acometida viril, pero el macho la apresa con fuerza, abrazándola. Nada iguala el demandante abrazo de este animal. Uno de sus múltiples tentáculos le sirve para copular, imposible predecir cuál es, así que la penetración es siempre sorpresiva y a traición. Pero la hembra, remisa al principio, como dijimos, se entrega a ese placer, y su entrega es apasionada, y no separe el hombre lo que la naturaleza ha así entrelazado, dejemos a los amantes flotar gozosos por un rato y aquí nos despedimos.
Tras meses de agonizar, X finalmente exhaló su último aliento en un cuarto de hospital. Su médico de cabecera revisó sus signos vitales una vez más y lo declaró oficialmente muerto. Una de las enfermeras llamó al número telefónico que llevaba en una pulsera. En menos de media hora un equipo de técnicos se presentaron en la habitación. Metieron el cuerpo en una tina y lo cubireron con agua y hielo. Aprovechando el catéter intravenoso que aún tenía conectado le introdujeron una veintena de sustancias, entre ellas potasio, heparina y otros compuestos destinados a deprimir el metabolismo, bajar la acidez del pH y bloquear el flujo de calcio (que reacciona deteriorando las células cerebrales). Le hicieron rcp (resucitación cardiopulmonar) y tras esa preparación inicial transportaron el cuerpo inanimado de X a las instalaciones de la empresa, donde lo conectaron vía la arteria femoral y una de las principales venas de la pierna a una bomba que drenó toda la sangre y la reemplazó con la sustancia que Dupont utiliza para limpiar los corazones y riñones que van a ser trasplantados. Más tarde, le hicieron una operación a corazón abierto para ponerle nuevas válvulas cardiacas (debido a que se requiere un control preciso de la circulación). Durante las siguientes horas reemplazaron alrededor del 70% del agua de su cuerpo por glicerol. El agua, principalmente la que está entre las células, al congelarse se expande y forma cristales que aplastan a las células (éstas contienen muchas sales, por lo que tardan más en congelarse) y eso eventualmente provoca que el cuerpo se envenene. El glicerol ni se expande al congelarse ni forma cristales, por lo que protege la estructura celular. Luego pusieron a X en un baño de aceite de silicón donde lo enfríaron hasta -78¼C, lo envolvieron en una bolsa de dormir y en una cápsula de aluminio. Durante varios días fue rociado con nitrógeno líquido hasta que alcanzó los -196¼. Entonces lo metieron en un tanque de acero inoxidable semejante a un termo para almacenarlo. ¿Hasta cuándo? Hasta que la ciencia invente la manera de reanimarlo. El costo por poner a X en suspensión en la empresa Alcor Life Extension (http://www.alcor.org) es de 120 mil dólares. De haber salvado únicamente su cabeza, en neurosuspensión, con la esperanza de que en el futuro le puedan crecer un cuerpo o asignar un cuerpo (biológico, plástico, metálico u otro), el costo hubiera sido de sólo 50 mil dólares.
Prospectos de inmortalidad
A la criónica (no confundir con la criogenia, que es la rama de la física a la que conciernen los procesos en bajas temperaturas) le conciernen las técnicas para congelar seres humanos (que han sido declarados legalmente muertos), con la intención de conservarlos para una posterior cura, reparación y reanimación. Esto es, una prolongación seudocientífica de los complicados tratamientos que realizaban desde hace casi 5,000 años los egipcios con la expectativa de preservar a un hombre después de la muerte. En 1964 el padre de la criónica, Robert Ettinger, escribió The Prospect of Inmortality, en donde postulaba la posibilidad de enfriar cuerpos hasta el punto en que ninguna reacción química tuviera lugar. Esencialmente su teoría era redefinir el concepto de muerte, la cual no concebía como un fnal abrupto, sino como una progresión de eventos que podían ser reversibles en diversos momentos. Los crionicistas afirman que en el futuro cercano la nanotecnología y otros campos de la medicina habrán avanzado tanto que se podrían reparar las células y curar prácticamente todos los males. En el peor de los casos, por lo menos se salvarán algunas células con las que la persona podrá ser clonada. El problema es que aunque en teoría fueraÊposible revivir el cuerpo, nadie sabe (y esa es una de las principales incógnitas que acosan a los crionicistas) si al despertar la persona seguirá conservando su identidad.
Volver a los hielos
Ettinger se hizo muy famoso debido a que salía a menudo en la tele, pero entre la comunidad científica no era tomado muy en serio. Un par de años después de la publicación de su libro, aparecieron numerosos grupos y sociedades criónicas; en 1967 un grupo de entusiastas conducidos por el técnico en reparación de televisores, Robert Nelson, pusoÊen suspensión al primer humano, el doctor James Bedford (quien hoy en día sigue congelado). La criónica perdió un poco de glamur cuando en 1978 se descubrió que Nelson, al no poder pagar las cuentas del nitrógeno líquido, dejó que algunos de sus ``pacientes'' se descongelaran y se pudrieran. El renovado romance con la tecnología que tiene la cultura actual ha revivido a la criónica, la cual se ha sumado a otras tentativas experimentales para prolongar la vida (que han ganado puntos tras el reciente descubrimiento, en el Massachusetts Institute of Technology, del mecanismo básico del envejecimiento de las células), como el uso de ``drogas inteligentes'', antioxidantes (como la melatonina) y algunos esteroides (como la DHEA, dehidrocpiandrosterona).
Si le interesa vivir para siempre, visite algunas de las siguientes direcciones:
http://www.webcom.com/~cryocare/ci/ci.html Cryocare
http://www.cryocare.org/cryocare/bpi/bpi.html BioPreservation
Naief Yehya
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