La Jornada 9 de febrero de 1998

Altibajos de un viaje cibernético a Babilonia

Jaime Avilés Ť Silencio: el escenario queda completamente a oscuras y en distintos sectores el público supone que se ha ido la luz. Mentira: del centro del proscenio empieza a emerger una estructura geométrica, indefinible en la penumbra. Mentira: la cosa está en proceso de erección y a medida que se renueva la claridad, parece ya una gigantesca oruga metálica. Mentira: la iluminación ha recobrado su poderío y la oruga se convierte en una escalera telescópica de la que salen tramos y tramos, creando un arco de barandales que se despliega por encima de la multitud. Mentira: se trata de un puente -ahora lo sabemos: el famoso Puente a Babilonia- que enlaza el mundo de la más avanzada parafernalia electrónica con una pequeña tarima que representa el pasado de los Rolling Stones.

Porque en el principio, todo comenzó en Babilonia. Y ahora, sobre un océano de brazos que lo saludan histéricos y lo aplauden, Mick Jagger camina ya rumbo a Babilonia, cruzando el puente con liviandad, muerto de risa y fascinado de esta deslumbrante ocurrencia tecnológica que le dio título al nuevo disco y a la nueva y quizá última gira mundial del grupo de rock más antiguo y venerado del planeta, que debutó la noche del sábado -y que termina su visita a México hoy- en el autódromo de la Magdalena Mixhuca... en plena y jubilosa decadencia.

Detrás de Jagger, caminando por el puente, arriban al microescenario (que recuerda y conmemora aquellos tiempos) un abuelito simpatiquísimo llamado Charlie Watts (ejecutante perfecto como siempre), el monoexpresivo Ron Wood (hombre de un solo gesto, que aburrió de tan aburrido que estaba) y la enternecedora ruina física de Keith Richards, que actuó más hasta la madre que de costumbre, y que sin embargo vino de menos a más en una noche plagada de catástrofes musicales.

Pero ya están los Rolling Stones, o lo que queda de los Rolling Stones (acompañados de un bajista mediocre y del todo olvidable), en ese forito improvisado en medio de la multitud, y ya estamos vibrando con su versión clásica de la legendaria Little Queenie de Chuck Berry, y todo transcurre tan de prisa que ahora ya coreamos los estribillos de las dos siguientes rolas -Standing in the Shadow y The Last Time- sintiéndonos parte del grupo los 60 mil que ahí aullamos, y a mí se me empieza a desordenar el corazón, y se lo digo a la homérica majestad que me acompaña sin prenderse, porque ahora el jefe de la tribu anuncia que en la próxima va a tocar la armónica, y en las cuerdas, en el teclado y en los parches, a un solo compás, estalla la versión Jagger-Richards de Like a Rolling Stone del maestro Robert Zimmerman (el hombre-dormitorio, en alemán), y mientras todos balbuceamos las dos primeras estrofas, me digo y me repito en íntimo silencio que no voy a sobrevivir a la dicha de oír en vivo ese prolongado gemido de la armónica, el máximo homenaje a Dylan, que los Stones grabaron en Amsterdam en 1995 y que yo reproduje en la contestadora telefónica de mi casa para escucharlo, cuando estaba de viaje, veinte veces cada noche antes de apagar la luz.

Y sin embargo, Jagger lo ejecuta con la desafinación de un afilador de cuchillos...

Mierda: nada está saliendo bien esta noche. La soprano Liza Fisher está afónica y lo descubre nada menos que al hacer contrapunto con Jagger en Gimmie Shelter, en el tercer número del show, que se desbalaga en el caos; los metales (dos saxos, dos trombones) suenan como si fueran de la orquesta de Pablo Beltrán Ruiz y destrozan Jumping Jack Flash, Honky Tonk Women, Brown Sugar y todo lo que soplan: como que los escogieron por guapos y no por virtuosos. El coro de voces negras, de las que entra y sale la Fisher gruñendo, es un naufragio constante, y la fuerza irrepetible de esa armonía tan peculiar no llega a cuajar nunca, excepto, por ejemplo, cuando nos entregan She is a rainbow, en donde sí, ahí sí para que vean, el piano y el requinto como sucedáneo del violín nos ponen por las nubes.

Y ese instante es tan puro y tan profundo, que por primera vez en la noche el enternecedor Keith Richars se enternece y... sonríe, al fin satisfecho, porque hasta antes de alcanzar esa cumbre no había hecho sino tratar de poner orden en el desconcierto, mientras Jagger, de malas pulgas, corría y brincaba como arlequín callejero, como saltimbanqui medieval, encubriendo con alardes gimnásticos, y con los incontestables privilegios de su voz, la desazón melódica del producto que estaba vendiendo. A fin de cuentas, los Stones han transferido a su pasmosa, portensosa, inagotable escenografía cibernética, la magia poética que ya no tienen y que nos ayudaba a vivir, precisamente... en Babilonia.