De los cinco no se hacía uno, supo Velasco de inmediato. Y en automático, servirles, se dieron. Sea quien sea, el jefe es el jefe. Ya iban a lamerle los absolutamente sucios zapatos, pero él prefirió ahorrarles saliva y pedirles agua, si tenían. Tres, cubiertos con frazadas del ejército americano, parecían recién despertados de un mal sueño, y también que no entendieran el idioma de Velasco. Tenían cara de no entender ningún idioma.
Los otros dos, uno enfundado en un abrigo y el otro bajo unas pieles lisas que no parecían de vaca, aterrados, dieron muestras de algún raciocinio. El del abrigo dijo, con voz aguda, de señora, que no iba con su aspecto montaraz:
-Agua, sí, señor, tenemos, verá, orita.
El de las pieles que no parecían de vaca dijo:
-¿Quiso lastimarlo ése verdad? -y señaló con la barbilla el extremo de la plataforma.
-¿Lo conoce? -dijo Velasco, apretando el mango de hacha.
-No. Venía allí; acá, con nosotros, no, no.
Y se frotó las manos, quizá por frío. Mirando atrás de Velasco, los tres de frazada yanqui (desecho de guerra) pusieron una cara de pánico que él tuvo a bien notar. Venía el enemigo. Giró en redondo y se encaminó al otro, todavía lejos, quien, encorvándose, lanzó al frente un ademán de Clavillazo (``núuunca me hagan eso'') y se detuvo, indicando que ahí muere.
El del abrigo trajo una botella de plástico, con algo líquido dentro, no del todo transparente.
-Es agua -dijo, y extendió la botella. Velasco la cogió, quitó el tapón, bebió. Le supo a herrumbre.
-¿Va de viaje? -intentó socializar el de las pieles que no eran de vaca. A-Preguntas-Necias-Oídos-Sordos. Velasco, imperioso, se dirigió al que le había dado agua:
-¿Comida?
-No. Ni pan. La comió el señor -y señaló hacia el anterior dueño del mango de hacha.
-No. Sí. En el carro morado.
-¿Qué?
-Allá, ¿lo ve?
Una curva moderada permitió distinguir el convoy completo entre los árboles, y sí, uno de los carros, ya cerca de la locomotora, era de pasajeros, era morado y era nuevo o recién pintado, a diferencia del resto.
-¿Va gente?
Esos cinco harapientos sabían reconocer de inmediato al fuerte. Clavillazo quedó atrás.
-¿Quién va en el carro morado?
-Unos de plata. Los que llevan la madera.
La mayor parte del tren se componía de plataformas como la que ellos pisaban, pero llenas de grandes troncos. Carajo, pensó Velasco, aquí va un bosque entero.
Cada uno de esos cientos de troncos era todo un árbol, que debió sombrear un buen pedazo de tierra. Yacían con la reseca grandeza de un faraón embalsamado. Amontonados, encadenados, chorreando aún resina. Un cargamento clandestino. Y Clavillazo, el cuidador, claro. Y estos vagabundos lamentables, y Linda y sus hombres en el vagón. La mierda, pensó Velasco.
Entre esa compañía y nada, mejor nada. Le dolió el hombro. Miró de nuevo hacia Clavillazo. Lo encontró sentado sobre las lajas, con las piernas abiertas de quien juega matatena, recobrando el resuello todavía. Velasco extendió el brazo con el mango de hacha y lo arrojó al fondo de la pendiente, hacia el río Velitas. El mango chocó contra una saliente de piedra, se partió y siguió su caída.
Los cinco vagabundos creyeron por un momento que el extraño polizonte los apalearía. Que, incomprensiblemente, se deshiciera de la única arma disponible, no les quitó el miedo, sólo cambió su modulación.
Habían dejado de existir para Velasco, a quien saciar la sed le recordó que sentía hambre.
El tren pasaba de largo las escasas estaciones y poblachos, que desaparecían rápido. En Candelaria un vigilante hizo señal de alto y disparó al aire una escopeta, en desesperado intento por subrayar una autoridad, patética desde el punto de vista del tren.
La siguiente plataforma era una pirámide de Egipto de troncos, sujetos por cadenas de un grosor que Velasco sólo había visto en los puertos del Pacífico. Que el tren no se detuviera, bien. Entre más lejos y pronto, mejor para Velasco.
Como alpinista, recorrió tres plataformas cargadas, al vaivén del movimiento y topó con otro viejo vagón. Justo allí, un recoveco al final de la última pila de tronco le pareció a Velasco un buen sitio para descansar. Nadie lo seguía. Impregnado de un olor a trementina, al que ya se había acostumbrado, saltó.
Ya tendría tiempo de lamentar no haberse fijado mejor dónde caía. Pero tener tiempo para eso es mejor que nada.