Es preocupante, por sus consecuencias sociales y desde el punto de vista del futuro del país, el informe que dio a conocer la Secretaría de Salud sobre las deficiencias en la preparación tanto de la mayoría de los médicos como de las madres en la atención adecuada y oportuna de enfermedades fácilmente detectables y curables. Aunque hay que registrar -y saludar- la preocupación y la seriedad de la investigación realizada por dicha secretaría, no es posible, sin embargo, dejar de preguntarse sobre las causas de fondo del hecho de que, según ella, sólo uno de cada tres médicos tenga los conocimientos indispensables para curar las diarreas infantiles y las enfermedades respiratorias agudas, y prescriba los medicamentos correctos, y de que menos de la mitad de las madres, a pesar de su amor y preocupación, no sepan identificar cuándo sus hijos corren peligro mortal ante esas enfermedades desgraciadamente tan comunes en el país. También habría que interrogarse sobre cuáles pueden ser las medidas urgentes para, por lo menos, evitar la muerte de los más de ocho mil niños que anualmente fallecen a pesar de haber recibido una atención médica que, en la mayoría de esos casos, se presume tardía o errónea.
Al respecto, no es posible dejar de lado que existe una evidente insuficiencia en la educación y la información, tanto en el caso de los profesionales como en el de la población en general y en la calidad de la formación universitaria. En efecto, además de los recortes a los presupuestos destinados a los gastos sociales básicos (vivienda, condiciones sanitarias mínimas, provisión de agua potable, asistencia alimentaria, servicios higiénicos), México debe enfrentar una importante reducción de los fondos para la educación y una seria situación de crisis en las universidades públicas, particularmente del interior, de las cuales salen la mayoría de los médicos del país. La falta de suficientes conocimientos sobre la medicina moderna y la situación económica que hace al médico con clientela pobre le resulte muy costoso reciclarse continuamente y conocer y poder adquirir la literatura para aprender todos los días, agravan esa injusta distribución del presupuesto nacional. Basta pensar al respecto en cuántas vidas podrían ser salvadas si las cuantiosas cifras destinadas a salvar a los banqueros o a las compañías constructoras de carreteras, o a la militarización de las regiones más pobres del país, reforzasen la educación y la sanidad, y si los medios de comunicación (particularmente la televisión privada) retribuyesen al Estado y al país con un esfuerzo de información constante y masivo sobre cuáles son los síntomas de esas enfermedades que, controladas a tiempo, no resultan mortales.
La salud y la educación de los futuros ciudadanos mexicanos son esenciales incluso desde el punto de vista económico, pues no es posible pensar en competitividad o en un aumento de la productividad si no se asegura ni la calidad ni la eficacia de esos servicios absolutamente prioritarios.
Del mismo modo en que, aunque se prevean los desastres metereológicos, la carencia de información a los pobladores y la falta de infraestructura, así como el caos en las políticas para el uso del territorio y para la construcción de viviendas causan, de todos modos, decenas de víctimas y cuantiosas pérdidas humanas y materiales, en este caso no basta, por loable que pueda ser en sí misma, la denuncia del peligro, sino que hay que comprender que el país enfrenta una verdadera emergencia que hipoteca su futuro.
Los fondos del Estado son limitados y no todo puede resolverse en un día.
Pero sí es posible, en cambio y a corto plazo, una redistribución de esos recursos atendiendo a las prioridades humanas, a las mayorías, a la niñez, a las familias y atribuyendo, como durante décadas se hizo, una importancia fundamental a la modernización de la enseñanza y a la preparación de los profesionistas, para evitar que quienes tienen menos recursos carezcan también de los conocimientos básicos que les permitan preservar la salud de sus seres queridos y, además, deban arriesgar la vida de éstos en una trágica lotería en el momento de ponerlos en manos de médicos, ya que la mayoría de los mismos están escasamente preparados y, en casi 70 por ciento de los casos, salen del paso de un modo mágico recetando al azar un bombardeo del paciente con antibióticos potentes, pero inadecuados y nocivos.