Julio Frenk
Las muertes que no debieron ser

Desde hace varios años se ha insistido en que la salud de los mexicanos ha tenido notables avances. Por ejemplo, entre 1960 y 1990 la esperanza de vida en México aumentó casi 11 años y la mortalidad infantil se redujo dos y media veces. Estos y otros datos nos hablan de progreso en materia de salud.

A primera vista parecería, pues, que el sistema de salud mexicano ha cumplido. Sin embargo, la comparación de un país consigo mismo en el pasado es sólo una parte de la evaluación de sus avances. Salvo en condiciones extremas de desintegración social, los niveles de salud suelen mejorar con el tiempo. Dada la tecnología que hoy está disponible, realmente se requieren condiciones terribles para que la mortalidad infantil aumente o la esperanza de vida se reduzca. Así, no debe extrañar que los niveles de salud hayan mejorado en nuestro país durante las últimas décadas. De hecho, los avances han ocurrido no solamente en México, sino en casi todos los países del mundo. En consecuencia, la forma de analizar el progreso en salud no puede limitarse sólo a la comparación con el propio pasado, la cual casi siempre mostrará tal progreso. La pregunta realmente profunda no es tanto dónde estamos sino dónde deberíamos estar.

Una forma de contestar esta pregunta consiste en calcular los niveles de salud que cabría esperar en un país determinado, dado su grado de desarrollo, y comparar dichos niveles esperados con los observados. A su vez, estos niveles esperados se calculan analizando la relación entre los indicadores de salud y el ingreso per cápita en países similares, para nuestro caso, los de América Latina. En otras palabras, como la salud no sólo mejoró en México sino también en el resto de países de nuestra región, debemos compararnos con ellos.

Un reciente ejercicio realizado por un grupo de investigadores provenientes de Estados Unidos, China, Gran Bretaña, Colombia y México, nos permite examinar qué tan bueno ha sido el desempeño de nuestro país, dado su ingreso per cápita, en comparación con nuestros hermanos latinoamericanos.

Los resultados de este ejercicio no resultan halagadores. En términos de reducir la mortalidad de los menores de 5 años, nuestro desempeño relativo se queda muy por abajo de lo que cabría esperar a la luz de nuestra riqueza. Ya desde 1960 estábamos 3 por ciento abajo de lo esperado. Pero para 1990 esa brecha fue de 38 por ciento.

Esto quiere decir que en 1990 observamos en México 38 por ciento más muertes de menores de 5 años que las que deberíamos haber tenido si nos hubiéramos comportado no como los suecos, sino como el resto de los latinoamericanos. Sólo Bolivia, Haití y Brasil tuvieron un desempeño peor al de México. Considerando nuestro ingreso per cápita, ese 38 por ciento de las muertes resulta excesivo. Ello representa, según las cifras oficiales, 32 mil 500 muertes que no debieron ocurrir si nuestro sistema de salud tuviera el desempeño esperado. Y esta cifra se refiere sólo a un año y sólo a los niños pequeños. ¿Cuántas ciudades podrían poblarse con el total acumulado de muertes que no debieron haber ocurrido?

Nadie niega que México ha tenido logros en materia de salud. Pero el exceso de muertes nos muestra una brecha entre los logros que serían potencialmente alcanzables si el sistema de salud funcionara bien, y los logros que tal sistema de hecho alcanza. El tono triunfalista de muchos informes oficiales debe matizarse ante la persistencia de esta brecha.

La razón principal de la brecha debemos buscarla en la desigualdad que escinde a México. El efecto acumulado de la desigualdad ancestral en materia de salud se expresa, con toda su fuerza denunciatoria, en las muertes que no debieron ser, pero cuya presencia ineludible nos sigue atando al subdesarrollo.