Las predicciones económicas son negocio de tontos. Y a menudo quienes atinan a los números (el lugar en qué lógica y azar se embrollan entre sí) lo hacen por razones que no habían considerado. Y sin embargo, es inevitable proyectar la mirada al futuro para dar alguna consistencia a las decisiones del presente o simplemente para entender la naturaleza de las tensiones que lo modifican. Los economistas, y en general los observadores económicos, están condenados a decir (o peor, escribir) cosas que el tiempo mostrará inexactas. Apuremos aquí también, por deber y vicio profesional, el trago que el paso de tiempo revelará probablemente amargo.
Una cosa parecería razonable esperar para las economías latinoamericanas en ese año que, bajo el signo del tigre chino, acaba de iniciar: un retroceso del crecimiento previsto hasta pocas semanas atrás. La crisis asiática está destinada a afectar el desempeño económico latinoamericano por lo menos en tres sentidos: a) reduciendo el dinamismo de las importaciones de Asia oriental de distintas partes del mundo, b) fortaleciendo la competitividad asiática debido a la devaluación de las monedas locales y c) obligando a las economías latinoamericanas a incrementar sus tasas de interés (y reducir sus gastos públicos) para prevenir posibles salidas de capitales de la región.
Por razones diferentes es probable que Brasil y Chile resulten las economías más afectadas. Brasil, por su elevado déficit presupuestal y su persistente sobrevaluación cambiaria (circunstancias que vuelven el país vulnerable frente a posibles ataques especulativos) y Chile, por su elevada dependencia de las exportaciones hacia el área asiática. Es obvio que si la predicción se cumpliera y el PIB brasileño pasara del 3.5 por ciento de 1997 a un crecimiento cercano al 1 por ciento este año, los efectos de este retroceso se extenderían a todas las economías regionales (y a Argentina, en primer lugar) altamente dependientes de sus exportaciones al mercado brasileño.
Pero, obviamente, las cosas son más complejas. Considerando el elevado grado de vinculación entre la economía latinoamericana y la estadunidense, es posible que los mayores efectos de la crisis asiática lleguen a América Latina vía Estados Unidos. Y, en este sentido, la incógnita mayor podría residir más en Estados Unidos que en Asia. Y aquí las señales son, como siempre, ambiguas. Todos los observadores prevén una pérdida de dinamismo del PIB estadunidense para 1998. Sin embargo, también es cierto que la economía de Estados Unidos ya lleva siete años de crecimiento ininterrumpido y que el presupuesto equilibrado que el presidente Clinton acaba de presentar, además del reciente comportamiento positivo tanto de la producción industrial como del empleo, indican una economía que no parecería estar a punto de una inversión cíclica. Es posible entonces que durante 1988 el crecimiento del PIB de Estados Unidos no se aleje mucho de un 3 por ciento que, de concretarse, constituiría un ancla importante para evitar que la evolución de la crisis asiática impacte severamente sobre América Latina.
Y, para insistir en los componentes positivos, es inevitable señalar las expectativas favorables relativas a las economías europeas. Todo apunta a que las economías de Francia, Alemania, Inglaterra, Holanda y, tal vez, Italia, puedan repuntar este año hacia un crecimiento cercano al 3 por ciento, respecto al 2-2.5 por ciento del año pasado.
En síntesis --y haciendo a un lado el comportamiento errático que podría caracterizar a los movimientos internacionales de capital-- los peligros asiáticos que se ciernen sobre América Latina podrían ser compensados en los próximos meses por la continuación del ciclo expansivo de Estados Unidos y por la prevista recuperación europea. Los problemas regionales mayores siguen viniendo de adentro: de la crónica desatención a la agricultura, del escaso consenso social alrededor de las políticas económicas, de la continuada distribución regresiva del ingreso, del recurrente uso del tipo de cambio como instrumento antinflacionario. En fin, lo de siempre.