La Jornada miércoles 11 de febrero de 1998

Arnaldo Córdova
Gobernabilidad y democracia

El de Labastida, el pasado 5 de febrero, no podía ser un discurso más incoherente, confuso y, por lo que puede verse, inoportuno y con una cierta dosis de cinismo que ni siquiera él podría explicar para qué fue usada. Zedillo y sus últimos secretarios de Gobernación siempre han estado aludiendo a ``una sola persona'' o ``un solo grupo'' que pretenden ``imponer a otros, mediante la violencia o la fuerza, sus ideas o proyectos''. Nunca hemos podido saber a quién o a quiénes se refiere.

Labastida afirmó que la democracia y la gobernabilidad no coinciden necesariamente. Y tuvo razón, pero se trata de una verdad de Perogrullo que muy bien pudo habérsela ahorrado, porque no aporta nada al de por sí magro y escaso debate que tenemos sobre el gran tema de la reforma del Estado. En su discurso no hizo más que repetir las cuatro fofas propuestas de reforma del Estado que conocemos desde enero de 1995 y sobre las que no se ha dicho nada más que sus pobres enunciados: régimen político, seguridad y justicia, nuevo federalismo y participación ciudadana.

De repente nos soltó otra perogrullada, al afirmar que el Ejecutivo no tiene por qué mandar una iniciativa de reforma constitucional para resolver los conflictos que nos aquejan porque aquél no es el único que tiene la facultad de iniciar leyes. ``Que lo hagan otros'', pareció decirnos. No sé quién le haya pedido a Zedillo que mandara al Congreso una iniciativa de ese calibre, pero, si no me equivoco, lo único que se le ha exigido es que cumpla con los acuerdos que sus enviados han firmado y que promueva cualquier propuesta de paz que ayude a reanudar el diálogo en Chiapas.

Si lo que deseaba expresar era que su gobierno sacaba las manos del conflicto chiapaneco y que otros se hicieran cargo de la situación, habría sido de verdad un despropósito. Habría sido como si a todos nos estuvieran tomando el pelo, sobre todo si se recuerda el discurso del Presidente en Yucatán hace poco más de dos semanas. Desafanarse de los conflictos y dejar que sigan su propio curso parece ser la estrategia, si es que así se le puede llamar, del Presidente de la República. Pues parece ser que eso fue, precisamente, lo que el secretario quiso hacer en su discurso.

Ese discurso, por lo demás, está tan sembrado de amenazas apenas veladas que todo mundo parece sentirse presa de la confusión y casi tomado bajo un fuego cruzado. ¿Qué fue lo que quiso decir el secretario de Gobernación? ¿A quién deseaba dirigirse? ¿Contra quién se estaba dirigiendo? ¿Qué mensaje elementalmente racional deseaba expresar? Me temo que esas preguntas y muchas más que podrían formularse por el estilo, sencillamente, carecen de respuesta.

Gobernabilidad y democracia son, en nuestras actuales circunstancias, dos objetivos que deben caminar de la mano o, de lo contrario, ninguna será una realidad, por lo menos en el corto plazo. Ni siquiera aparece claro por qué Labastida las confronta en su discurso, con la advertencia sibilina de que, para que haya democracia, ésta debe fundarse en la gobernabilidad. ``La gobernabilidad --nos dice-- requiere prever los mecanismos indispensables que eviten que la nueva realidad, rebase a la norma''. La norma debe prever siempre esa nueva realidad. Parece justo, pero Labastida descarga, casi sin darse cuenta, la responsabilidad en el Poder Legislativo y en quienes tienen facultad de iniciativa. Aunque resulte increíble, está proponiendo que sea el Legislativo el que se haga cargo de la gobernabilidad del país.

Sé que Labastida es sólo un economista y un político y no un estudioso de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional. Pero pienso que debería hacerse de un buen equipo de expertos en esas materias que le evitaran en lo posible caer en despropósitos que pueden resultar fatales para su gobierno. A decir verdad, su jefe está en las mismas circunstancias. Hasta ahora, Labastida no ha hecho más que repetir como loro lo que el Presidente le ha sugerido. Es una pena. Sobre todo porque está continuamente poniendo en graves riesgos el destino inmediato de la nación. Ni Zedillo ni Labastida pueden pretender que están trabajando por resolver nuestros conflictos cuando se atreven a sugerirnos que ellos no tienen vela en el entierro. Jamás antes habíamos llegado a grados tales de rebajamiento del debate nacional y de inopia en la búsqueda de soluciones o del valor indispensable para asumir las propias responsabilidades.