Liberalización financiera y auge crediticio fueron en México caras de una misma moneda entre 1989 y 1994. Enormes deficiencias de información y supervisión permitieron una expansión sin precedentes del crédito. En esos seis años, el valor de los préstamos otorgados por la banca comercial al sector privado para la adquisición de bienes de consumo durable, hipotecas y compras directas con tarjeta de crédito registró un crecimiento real absoluto de 277 por ciento. Esto equivale a una tasa promedio de 45 por ciento cada año. Es sabido que una parte considerable de ese crédito era, como se dice en la jerga financiera, de mala calidad.
Son conocidas las consecuencias de aquella frenética expansión crediticia. A su sombra se incubó la crisis financiera y bancaria que estalló a finales de 1994, una crisis cuyas secuelas todavía estamos padeciendo en varios terrenos de la economía y la sociedad. Los resultados generales del riesgo excesivo en que incurrieron los bancos, con la mirada complaciente de las autoridades encargadas de supervisar su desempeño, son igualmente conocidos: mientras los resultados fueron favorables, recogieron las ganancias; cuando dejaron de serlo, una parte importante de los costos fue trasladada a los contribuyentes. Es así que el llamado rescate bancario que el gobierno estuvo obligado a realizar para impedir un colapso mayor al registrado a partir de la crisis cambiaria de diciembre de 1994, acumuló ya un costo fiscal mayor a los 380 mil millones de pesos a valor presente (monto ligeramente superior a 10 por ciento del valor del PIB de 1997).
Estas cifras no son definitivas. El monto de los recursos fiscales comprometidos hasta ahora en el rescate bancario podría incrementarse, debido a que los bancos no han reconocido todavía la totalidad de las deudas incobrables debido a la insolvencia de sus clientes. En consecuencia, no sería extraño que el gobierno siga estando obligado a absorber más cartera vencida una cartera cuyo valor volvió a crecer en términos absolutos y relativos en 1997, al incrementarse en relación con el año precedente en un medio punto porcentual del PIB, para quedar en un nivel de 4.5 por ciento. El problema bancario todavía no está totalmente solucionado y este hecho no se debe soslayar. Tanto su significado como sus consecuencias potenciales rebasan el ámbito puramente bancario y financiero --que ya en sí mismo es muy importante-- y se proyecta de manera inevitable en el terreno de las cuentas fiscales. No se conoce en realidad cuál será el impacto futuro del rescate bancario en el estado de las finanzas públicas, y la sola probabilidad de nuevos desembolsos de recursos podría indicar que durante todos estos años hemos vivido una ficción de equilibrio fiscal.
No sólo se trata de prevenir la posibilidad de nuevas transferencias al sector bancario, sino de anticipar las eventuales pérdidas globales que ello volvería a ocasionar al conjunto de la economía. Y es que, según lo hemos visto durante todos estos años, el deficiente desempeño de las instituciones bancarias termina casi siempre provocando un desperdicio de recursos que en otras circunstancias se destinarían a la inversión productiva y programas de consolidación fiscal (que incluyen, por cierto, el fortalecimiento de los programas sociales).