Abraham Nuncio
Hacia el tercer Estado

Hacia el que transitamos a lomo de tortuga será, como sugiere Luis Medina, el tercer Estado en nuestra condición de país independiente.

El primer Estado fue el que cursamos el siglo pasado, entre tientos intitucionales, invasiones, altezas serenísimas y mutilaciones territoriales, hasta el triunfo de los liberales con Juárez a la cabeza. El segundo fue el que produjo la revolución de 1910. El tercero es al que arribaremos el próximo siglo sin saber todavía cuáles serán sus características definitivas.

El Estado liberal que se consolidó con el régimen de Porfirio Díaz tuvo por objetivo fundamental la modernización del país. El costo del progreso según los patrones europeos y norteamericano lo pagaron los más pobres: las comunidades campesinas, los indios, el incipiente proletariado de las ciudades, y también los derechos y libertades inherentes a una república democrática. Compulsivos fueron los mecanismos gubernamentales para que la fuerza de trabajo fuera expoliada y se la mantuviera sujeta mediante la fuerza despótica; para que la riqueza quedara bestialmente concentrada; para que los ciudadanos no pudieran elegir libremente a sus autoridades, y para encerrar los poderes (el Legislativo y el Judicial, los partidos políticos, la prensa) y potestades constitucionales en un puño personal: el del dictador investido Presidente de la República.

Ese Estado se mantuvo bajo el prestigio de la Constitución de 1957 hasta su crisis en 1910, el levantamiento del pueblo y su lucha por un estado de cosas más justo y democrático.

Nuestro primer liberalismo fracasó por una razón elemental: no cumplió con las premisas de un Estado realmente moderno: la justicia y la democracia.

Ambas premisas quedaron plasmadas en la nueva Constitución de 1917. El régimen que en ella se sustentó pronto la manipularía y después pasaría a abandonarla. Hoy sólo le rinde homenajes fallidos. Y es que a la justicia social, antes canjeada por libertades políticas, la hizo desembocar, como hace más de un siglo, en su opuesto.

Es preciso, pues, retomar el impulso de los revolucionarios de 1910 y reestructurar al país sobre una nueva Constitución. Una Constitución que no sólo haga justicia a quienes no la alcanzaron ni con la Constitución de 1857 ni con la de 1917, sino que tome en cuenta las nuevas realidades --nuevas no porque no existieran, sino porque han cobrado expresión-- cuyo rasgo esencial es la diferencia. Si los revolucionarios de entonces hubieran pensado en instituciones monolíticas y en la peregrina idea de que ante la ley los mexicanos debían recibir el mismo trato, todo hubieran sido, menos revolucionarios.

El constituyente de 1917 fue creativo. Supo que la propiedad de la tierra era clave en la edificación de un país con menos injusticias. Sancionó por tanto tres modalidades para su tenencia. En nuestros días, además de abordar el problema de la propiedad en general --fuente de montañosas desigualdades sociales-- es preciso redefinir, entre otros, el de las autonomías.

Hay un movimiento insurgente que parte de las comunidades indígenas y que requiere respuestas ajenas a la demagogia oficial empeñada en identificar autonomía con separatismo, mutilación y otros espantajos. Países desarrollados con regiones autónomas los hay (España e Italia son dos ejemplos más que elocuentes) y nadie se atreve a hablar en ellos de balcanización.

La reforma del Estado no pasa sólo por lo electoral, lo fiscal, la división de poderes, como insiste, sobre todo, la derecha. Para que efectivamente sea una reforma congruente con los problemas nacionales que debe resolver, imperativo es que sea global. Me temo que de no ser así se logrará posponer los cambios a que urge la situación grave por la que atraviesa el país. Pero no por mucho tiempo. Y la alternativa a la reforma es la revolución: de terciopelo o de fuego, quién sabe. Depende de cómo asuman su papel quienes gobiernan y quienes los apoyan con su dinero.

El tercer Estado es ya una realidad. Pero su contenido íntegro está por definirse. Este será determinado por el tipo de proceso que permitirá acceder a su interior.