Juan Pablo Villaseñor
Por si no te vuelvo a ver

Por lo general, los ancianos habitan un estado del tiempo que parece detenido. El futuro se les presenta como una posibilidad tan breve que apenas tiene sentido pensar en él. Su mundo es el de la memoria; colmado de recuerdos, de caminos recorridos, de metas a las que ya no llegarán.

Sin embargo, entre los ancianos también hay seres atípicos, deseosos de robarle un poco de dicha al porvenir, como los que quisimos presentar en la película Por si no te vuelvo a ver. Una historia donde los personajes han decidido emprender la aventura de rescatarse a sí mismos. No los mueve otro deseo que el ser autosuficientes. Lejos está la vanidad o la jactancia, pues no son resentidos, revanchistas, pícaros ni nada parecido. Son sólo viejos, ancianos con esperanza, con ganas de vivir dignamente el tiempo que les quede, apartados del encierro que simboliza todos los límites: el asilo.

Durante el rodaje de la película trabajamos varios días en asilos de ancianos de la ciudad de México. Ahí supimos que estos lugares no son agradables, ni siquiera los de lujo; son antesalas de la muerte, refugio de enfermos y solitarios, de espíritus rotos y cuerpos deteriorados. Ahí, sus habitantes esperan con ansia una visita que nunca vendrá, y pasan largas horas junto a la ventana releyendo hasta el cansancio aquella carta que quisieran no haber recibido hace 10 meses sino en ese mismo instante. Se han separado de los orígenes. No saben si su paso por la vida habrá dejado huellas memorables entre los suyos.

Ausencia que provoca dolor

Cierta vez, durante un ensayo, un anciano me dijo: ``Quiero que pongas mi cara en tu película''. ¿Qué ganarías con ello?, le pregunté. ``Que si allá, afuera, mis hijos me ven en el cine, se van a sentir orgullosos de mí''.

Saber que su familia, con película o sin ella de por medio, sentía orgullo por él. Eso hubiera bastado para hacer de aquel anciano un hombre feliz.

Bruno, Gonzalo, Poncho, Oscar y Fabián, los personajes de Por si no te vuelvo a ver, ajenos al grado de aceptación o rechazo que el medio pueda ofrecerles, también quieren ser felices a su manera, aun sabiendo que a la felicidad sólo se le identifica por el dolor que provoca su ausencia. Jacques Prévert lo describió mejor que nadie: ``Reconocí la felicidad por el ruido que hizo al marcharse''.

El día que terminamos el rodaje estrechamos las manos de los residentes del asilo.

Ellos se despiden, siempre, como si fuera la última vez. No saben si llegarán a mañana. Nosotros tampoco. Y a pesar de todo prolongamos las despedidas con la promesa de escribir, telefonear o devolver la visita, como si tuviéramos asegurado un próximo encuentro con los receptores de nuestro provisorio adiós.

Al salir del asilo habíamos aprendido algo: que uno nunca sabe si habrá de volver a encontrarse, por eso la fuerza tenue, el calor en las manos; por si no nos volvemos a ver.