El Partido Revolucionario Institucional atraviesa por un momento de crisis y tensiones internas. Las divisiones, las renuncias, el surgimiento de fuerzas regionales y cacicazgos revitalizados, y los realineamientos políticos en el PRI han acalorado significativamente el ambiente político nacional -en un año, cabe señalar, electoralmente complejo- y desatado, de forma prematura, la lucha de posiciones con miras a la postulación del candidato priísta para los comicios presidenciales del 2000.
Aunque esta situación podría entenderse -y muchos miembros del tricolor lo señalan así- como un reacomodo natural de fuerzas en un partido que ha aglutinado históricamente a un espectro muy amplio de orientaciones y organizaciones políticas, lo cierto es que las causas de los conflictos en el PRI van más allá de las cuestiones internas, las discrepancias o las aspiraciones -exitosas o frustradas- de sus dirigentes o bases. El PRI ha sido, desde su fundación en 1929, un partido de Estado que ha practicado el autoritarismo y la antidemocracia.
Pero en el México actual, con un entorno electoral realmente competitivo y una sociedad políticamente más exigente y participativa que en el pasado, el priísmo enfrenta retos para los que no está preparado y que demandan la realización de reformas de fondo que ese partido no ha querido, o podido, emprender. Hasta ahora, ninguna de las iniciativas democratizadoras que se han propuesto en el PRI se ha traducido en cambios sustanciales, pese al dato inequívoco de que su sobrevivencia y el mantenimiento de su competitividad electoral pasan necesariamente por su adecuación a los modelos y las prácticas democráticas.
Las renuncias recientes de militantes priístas que ocuparon posiciones importantes -y que, en su momento, defendieron a ultranza las determinaciones y las políticas de su partido, a contrapelo, incluso, del sentir social- son una muestra significativa de que en el tricolor las cosas ya no funcionan como antes y que la disciplina, las decisiones verticales, el autoritarismo, el clientelismo y el dedazo son prácticas anacrónicas e inaceptables para los priístas, en lo particular, y para los ciudadanos en general.
Sin embargo, la crisis del priísmo no se explica sólo por sus conflictos internos, sino que es resultado del agotamiento del sistema político que ha prevalecido en el país durante casi 70 años y del cual el PRI ha sido uno de sus pilares. Factores como la indudable, aunque todavía inacabada, apertura democrática, la existencia de un Congreso plural y sin mayorías absolutas, y la presencia de una ciudadanía cada vez más consciente y demandante de sus derechos y sus prerrogativas, no han tenido un correlato al interior del partido en el poder. Si el PRI no lleva a cabo una democratización efectiva de sus procedimientos internos y su actuación ante la sociedad, la brecha entre la realidad y el modelo priísta se ahondará cada vez más y serán más numerosas y contundentes sus derrotas electorales y sus divisiones.
Hoy más que nunca, los mexicanos demandan la consolidación de una democracia efectiva que sea capaz de propiciar el desarrollo social y económico del país. Por ello, cabe exhortar a los priístas a que, al dirimir sus diferencias y defender sus aspiraciones, no pongan en riesgo la estabilidad política nacional y coadyuven, de forma decidida y comprometida con los intereses superiores de la nación, en la transición democrática del país. Su propia supervivencia y su credibilidad ante la ciudadanía se los exige.