Horacio Labastida
Marcha de la Lealtad
Grande fue la sorpresa de Porfirio Díaz cuando, transcurridos algunos meses desde la convocatoria maderista a la Revolución, se enteró de que los guerrilleros habían puesto en jaque mate al Ejército que lo defendía. Se suponía entonces que los militares estaban excelentemente organizados con armas caras, muy eficaces, y dirigidos por un alto mando conocedor a cual más de las artes guerreras y adherido al gobierno de los intereses creados; pero sus bases de soldados campesinos, mal pagados y frecuentemente víctimas de la corrupción de sus superiores, no confirmaban las esperanzas del dictador. Al constatar que regimientos enteros, con fusiles y pertenencias, huían al lado de Zapata, Villa y Orozco, no quedó más remedio al Presidente reelecto en 1910 que promover y celebrar los pactos de Ciudad Juárez, a cambio de renunciar a su cargo y embarcarse al extranjero. Nadie dudaba en esos días que los oropeles de las fiestas del Centenario cayeron por tierra ante la rebelión del pueblo, del mismo modo que ocurrió con nuestro ingreso al primer mundo, el 1o. de enero de 1994, al escucharse a lo largo y ancho del territorio los mensajes de la selva Lacandona.
La fugaz presidencia provisional de Francisco León de la Barra fue echada del escenario político por la eclosión democrática de octubre de 1911, que concedió a Madero una abrumadora victoria. Casi únicos en la vida independiente de México, al lado de los de Juárez en 1867 y los recientes de Cuauhtémoc Cárdenas el pasado julio, esos comicios fueron sentidos por los grandes intereses locales y extranjeros cobijados en el hombre fuerte, como un golpe terriblemente peligroso para sus fructíferas actividades. Las grandes empresas petroleras estadunidenses, inglesas y holandesas veían perder las gigantescas ganancias que les ofrecería la primera Guerra Mundial, si el pueblo en el gobierno cancelara los términos leoninos de sus concesiones por considerarlos perjudiciales a la nación. Con reflexiones muy semejantes argumentaban latifundistas, banqueros, ferroviarios, comerciantes y señalados miembros de las minorías que habían prosperado durante la tiranía derrotada, preocupaciones que mucho agitaban a Henry Lane Wilson, el tenebroso diplomático de la embajada del Tío Sam que propició la celebración del Pacto de la Ciudadela (1913), por virtud del cual el entonces jefe del ejército Victoriano Huerta, Félix Díaz, Bernardo Reyes, Manuel Mondragón y otros jefes conservadores, comprometiéronse a destruir al gobierno maderista. Escapados Reyes y Díaz de la prisión de Tlatelolco, intentaron sin éxito tomar Palacio Nacional, defendido por Gustavo Madero y Lauro Villar; y precisamente en estas circunstancias se registró la marcha de la lealtad: Madero a la cabeza de los cadetes del Colegio Militar cruzó la capital desde Chapultepec y se instaló en sus oficinas de Palacio, el 9 de febrero de 1911.
Aquella marcha es ahora un símbolo venerable en la historia de México, pleno de admiración y respeto. Por esto cabe preguntar una vez más cuál es su significado esencial, cuál es la enseñanza del 9 de febrero para las generaciones actuales. Obvio es que muestra la fidelidad de lo más noble del área militar a la democracia mexicana, cristalizada entonces en la virtuosa figura del héroe mártir, aunque saltan a la vista otros importantes y profundos valores. El regreso de Madero a Palacio Nacional, amenazado por huestes brutales y élites acaudaladas, exhibe con claridad la persistente lucha del pueblo contra la opresión y expoliación en que lo ha mantenido el señorío del dinero. Las elecciones de aquel octubre identifican al poder público con la voluntad mexicana, y tal identificación implica por necesidad el aniquilamiento de las abusivas operaciones metropolitanas que en esos años convirtieron a Díaz en su órgano político. Para estos intereses enajenantes de la economía y la cultura, el recobramiento de México en su propia conciencia política y su destino histórico, era inadmisible. Urgía impedirlo a toda costa con ayuda de la conjura que se planeó entre Lane Wilson y los militares reaccionarios. En esta situación, la marcha de la lealtad muestra nada menos al símbolo de la unidad del pueblo y sus autoridades como condición sine qua non del bien de la patria.
Asiste la prudencia al secretario de la Defensa, al aseverar, en la tribuna del 85 aniversario de la marcha, que en México no deben usarse las armas para resolver los problemas sociales y políticos. Sin embargo, Chiapas no confirma la oración del general. El deseo de la población es que en Chiapas y en el resto de la República imperen la democracia, la paz y la dignidad en los hechos, y no sólo en las palabras. Ojalá que el discurso del secretario Cervantes Aguirre sea un compromiso de sustituir la acción de los fusiles por la razón de un pueblo que desde hace casi dos siglos rechaza la arbitrariedad del poderoso y la injusticia del millonario.