Eduardo Montes
Política y Ejército

A Payán, solidaridad ante la calumnia

En este año se conmemoran dos episodios importantes en la vida nacional del último medio siglo. Uno es el 30 aniversario del movimiento estudiantil de 1968, motivo de reflexión y debate, cuyo final sangriento es investigado por una comisión de la Cámara de Diputados. El otro es un hecho casi olvidado, poco conocido y mal estudiado: los paros y huelgas de los ferrocarrileros de junio y julio de 1958, con los que se inició un movimiento de insurgencia sindical que fue aplastado ocho meses después.

Esa acción del movimiento sindical, en su momento estremeció políticamente al país y puso en jaque al sistema corporativo, mediante el cual --desde los llamados gobiernos de la revolución hasta los del neoliberalismo-- se ha controlado al movimiento sindical.

Esas páginas de la historia política fueron cerradas con brutales y sangrientas represiones de Estado, y en ellas el Ejército nacional tuvo una participación nada gloriosa. Fue utilizado como fuerza policiaca, al margen de la Constitución, por los mandos políticos incapaces de dar solución negociada y pacífica a los problemas.

Ciertamente el Ejército mexicano es uno de los pocos en América Latina que no ha caído en la tentación de dar golpes de Estado en más de medio siglo, pero sí ha sido empleado como fuerza policiaca con frecuencia.

El gobierno de López Mateos lo utilizó en varias ocasiones para sofocar las movilizaciones de petroleros, maestros y telegrafistas, pero sobre todo para aplastar al sindicato ferrocarrilero que en marzo de 1959 realizaba una huelga en los marcos de la ley.

Las autoridades sustituyeron la negociación que conduciría a la solución del conflicto por una acción represiva en todos los centros ferroviarios del país (diez mil presos en un día, decenas de procesados, miles de despedidos) pues su objetivo no era la solución del problema sino el sometimiento del sindicato al control del gobierno y su partido.

Diez años después el gobierno de Díaz Ordaz en forma violenta puso fin al movimiento estudiantil de 1968, que transcurría pacíficamente en un ambiente de búsqueda de una solución. En esa ocasión también se sustituyó al diálogo y la negociación por una violencia estatal irracional, con el resultado de decenas o cientos de muertos, de presos, procesados y sentenciados a largos años de prisión.

Aquellos conflictos eran políticos y sociales, pero el gobierno les dio una falsa solución policiaca y militar.

Hoy, de nueva cuenta, el poder político hace jugar al Ejército un papel que no le da gloria ni le corresponde legalmente. En el estado de Chiapas hubo un alzamiento militar del EZLN por causas después reconocidas como válidas, pero 12 días más tarde cesó la confrontación armada, se estableció una tregua que subsiste hasta nuestros días y desde marzo de 1995 el conflicto se enmarca en la Ley para el diálogo, la conciliación y la paz en Chiapas.

Los acuerdos adoptados en San Andrés Larráinzar parecían indicar que se entraba en la vía franca de la solución, pero la renuencia gubernamental a cumplirlos, su regateo a cuestiones esenciales como la autodeterminación y autonomía indígena, condujeron el problema a un callejón lleno de riesgos.

Esta conducta del gobierno es acompañada de una cada vez mayor presencia y protagonismo del Ejército en tareas que lo desprestigian.

Por lo dicho al New York Times, el Presidente se obstina en una táctica que no conduce a la solución del conflicto sino a su aplazamiento y descomposición, escenario en el cual puede ocurrir cualquier cosa, entre otras llevar al Ejército a intentar una solución militar o a mantenerse hostigando a las comunidades o dando cobertura a grupos paramilitares, como lo informa Hermann Bellinghausen en su nota de ayer sobre el cerco tendido por paramilitares sobre Acteal.

Estas circunstancias son las que tal vez llevaron al secretario de la Defensa Nacional a formular su discurso político del 9 de febrero, conciliador, del que se puede deducir la incomodidad del Ejército por realizar tareas que no lo prestigian y lo ponen en riesgo de repetir una historia semejante a la del 58 con los ferrocarrileros o el 68 en Tlatelolco.