Luis González Souza
Reforma de la nación

Cada vez parece más claro: lo que México requiere es una reforma de toda la nación y no una simple reforma del Estado, mucho menos si ésta se desentiende de la guerra en Chiapas. Guerra que, no por silenciosa, deja de ser el problema principal de México hoy. Guerra que constituye el punto donde se cruzan la transición a la democracia y la antitransición a una dictadura.

La balcanización o el desmoronamiento de la nación mexicana ya camina desde hace rato. Al menos, desde que el grupo gobernante tuvo a bien impulsar una modernización elitista y desnacionalizadora (1982 a la fecha). Una ``modernización'' conforme a la cual, a cada merma de soberanía corresponde, puntualmente, una mayor fractura entre ricos y pobres, entre chilangos y provincianos, entre empresarios (normalmente pequeños) y seudoempresarios (grandes especuladores), entre citadinos y campesinos, entre gobernantes y gobernados.

Y así, hasta llegar a la gran fractura en estos tiempos de tan tortuosa transición, entre demócratas y fascistoides. Fractura más ligada que nunca al abismo histórico entre indios y no-indios (criollos, mestizos, extranjeros disfrazados de mexicanos). Porque lo que subyace al conflicto en Chiapas es, a final de cuentas, un dilema democrático: o nos volcamos a reconstruir nuestra nación de tal modo que esta vez los pueblos indios y todos los demás marginados sí tengan un lugar digno en ella, o nos resignamos a acabar de contemplar el desmoronamiento de México. En este último caso, sólo un puñado de zopilotes interno/externos; sólo las élites prohijadas por la antimodernización del país, podrán sonreír. Y, obviamente, sólo con métodos fascistoides de (des)gobierno podrán disfrutar su hazaña.

En ese contexto, la reforma del Estado tendría que ser en verdad profunda, o no ser. Y aun siendo radical, nada garantiza un final feliz. Porque el Estado mismo hoy se encuentra, a nivel mundial, atrapado bajo un doble fuego: el fuego externo de una globalización uniformadora y el fuego interno de su contraparte democratizante, diversificadora, multiplicadora de los sujetos (incluidas las etnias y las comunidades indígenas) que reclaman voz y voto previa salvación de su propia identidad.

Con mayor razón, el Estado mexicano debe encarar la máxima de renovarse (en serio) o morir. Su debilidad crónica sólo podría superarse si se atienden las raíces de esa debilidad. Y esas raíces se resumen en su incapacidad histórica para forjar una verdadera nación en la que quepan todos, comenzando con sus pobladores originales, los pueblos indios. Seguir evadiendo esta responsabilidad primaria, o esta deuda del todo inmoral que la historia jamás perdona, no hará sino precipitar el derrumbe tanto del Estado como de la nación en México.

Tan grande es hoy el cáncer del racismo en nuestro país, que a pocos transitólogos se les ha ocurrido buscar luces en la transición de Sudáfrica, ex bastión de la discriminación racial conocida como apartheid. Acaso por un complejo de Edipo aderezado con racismo, todavía siguen fascinados por la transición española y su ya chocante Pacto de la Moncloa. Lo cierto es que hasta ahora, nadie como Sudáfrica ha logrado resolver, y de manera bastante pacífica, el problema de reconstruir una nación seriamente fracturada por el racismo. Es decir, aunque con diferencias de grado, el problema capital de México.

Lejos de reconocerlo así, el gobierno mexicano continúa sin escuchar ni entender el reclamo indígena de dignidad lanzado desde Chiapas, acaso como una última advertencia. Tercamente continúa impulsando su esquizofrénica política de represión militar encubierta por un discurso pacifista de suyo incoherente, tal como lo confirman los últimos acontecimientos. Para colmo, ya puede adivinarse el siguiente paso, inclusive apoyado por algunos partidos: emprender la reforma del Estado (¿superdefinitiva?) al margen de la guerra en Chiapas.

De insistir en ello, dicha reforma volverá a resultar frágil y efímera. Pero aún servirá para evadir una vez más el reto de reconstruir a México como una nación tan democrática como capaz de incluir a sus pueblos indios.

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