Después de incursionar con fortuna desigual en el cine de denuncia política (JFK, Nixon) o en el fresco social apocalíptico (The Doors, Asesinos por naturaleza), Oliver Stone retoma en su última cinta, Camino sin retorno (U-Turn), su afición por el género negro para narrar, en un tono realista que muy rápidamente se vuelve desmesurado y barroco, las desventuras de un hombre sin suerte, el bandido Bobby Cooper (Sean Penn), quien en su viaje a Las Vegas, donde debe entregar una fuerte suma de dinero, queda atrapado en el siniestro pueblo de Superior, Arizona.
Desde la secuencia de los créditos, Stone sugiere una noción de desequilibrio. El título, los nombres del reparto, aparecen tambaleantes, en ocasiones rayoneados; luego, la fotografía hace alternar vistas de paisajes interminables con bruscos acercamientos a anuncios publicitarios, clichés del desierto (aves de rapiña, serpientes, alacranes), detalles de un pueblo casi fantasma, con personajes pintorescos que van desde un invidente harapiento y filósofo (John Voight), hasta seres turbios que exhiben mezquindad moral y desconfianza frente al forastero, cuando no una malevolencia exasperante, como la del mecánismo Darell, una suerte de idiota del pueblo.
Oliver Stone ofrece aquí, nuevamente, un diagnóstico pesimista de la salud moral de Estados Unidos a finales de los 90. El pueblo de mala muerte, irónicamente llamado Superior, se vuelve microcosmos de la nación entera, del imperio donde el individualismo y la ambición lo dominan todo. Bobby, el hombre sin escrúpulos, llega a un territorio más deshumanizado de lo que incluso él es capaz de imaginar, y atraviesa por una serie de calamidades absurdas y crueles que serán ritos de iniciación, etapas de la exploración obligada de su propia vocación violenta confrontada con el horror de una violencia superior, la del pueblo de ese mismo nombre.
Basada en la novela Stray dogs, de John Ridley (también guionista de la cinta), Camino sin retorno insiste en el tema de la fatalidad, desde la señal de carretera no observada (U-turn, vuelta permitida), hasta el ingreso sin posibilidad de regreso a un territorio hostil, la incursión dantesca en el infierno rural estadunidense (``tú que penetras aquí, dejas atrás toda esperanza''). Otro clásico del cine negro estadunidense de los 40, Detour, de Edgar G. Ulmer, también ofrecía esta imagen oscura del destino individual; detour, otra señal de carretera, una desviación del camino trazado, con una mujer fatal en el horizonte, una traición, una galería de personajes siniestros y una espiral descendente, prácticamente indetenible, en la que el protagonista se precipitaba confundido. Estos temas del cine negro, Oliver Stone los retoma e intensifica, situándolos de paso en una atmósfera, un tanto publicitaria, de western (estamos casi en las inmediaciones del mundo de Marlboro), y con música de Ennio Morricone, como si se pagara un tributo a Sergio Leone o se intentara combinar las tramas y las atmósferas de El cartero llama dos veces y Duelo al sol.
Entre las caracterizaciones destacan la de Nick Nolte como McKenna, un marido cuyos celos son tan extremos que en una escena insólita le planta un beso en la boca a su rival Bobby para buscar allí la prueba incriminatoria o un desahogo desesperado, y la de Sean Penn, quien logra un notable personaje tragicómico; Jennifer López, mujer fatal, elemento de discordia, tiene un personaje mucho más esquemático -muy deslucido al lado del de Patricia Arquette en una caracterización similar en Lost highway, de David Lynch. Personajes episódicos, también muy menores, son los que interpretan Joaquín Phoenix y Claire Danes. Un personaje secundario, el mecánico idiota Darrell, inspira una composición de primera, la del actor Billy Bob Thornton.
Con todos estos aciertos en el reparto y su innegable agilidad expresiva, la cinta de Oliver Stone se vuelve pesada y reiterativa por su fotografía efectista (Robert Richardson): cámara lenta, planos inclinados, nubes que surcan velozmente el firmamento, ángulos expresionistas, sobreimpresiones arbitrarias, edición deliberadamente caótica. Si estos recursos deben reflejar el estado anímico del protagonista o sugerir la pesadilla que vive de una secuencia a otra, el resultado no siempre es afortunado. La película negra, perturbadora, que prometía ser Camino sin retorno, se vuelve experiencia alucinógena, pasón fílmico al estilo de The Doors, fantasía gore autocelebratoria.
Una vez más, el director sacrifica la sobriedad artística en aras del espectáculo. En el caso de una cinta como ésta -con sus filiaciones temáticas con el cine negro clásico y su visión pesimista de un mundo en el que los únicos hombres libres son aquellos que carecen de ética o de escrúpulos-, ello se transforma en una incongruencia expresiva. Es Sombras del mal, de Orson Welles, bajo el efecto de las anfetaminas.