Al llegar los jesuitas a la Nueva España en 1572, las órdenes religiosas que les precedieron ya se habían ocupado ampliamente de la evangelización, por lo que los recién llegados pudieron abocarse con toda tranquilidad a su interés primordial: la educación. De inmediato se movilizaron entre las familias opulentas, que tenían interés en contar con buena educación para sus hijos.
La respuesta fue rápida, haciéndose cargo de ayudarlos don Alfonso de Villaseca, rico y generoso, quien les cedió varios solares en donde construyeron el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, que efectivamente fue lo máximo, ya que podía conferir los mismos grados teológicos que las universidades pontificias. Tenía también la ventaja de que admitía seglares. Ni más ni menos aquí se educaron Francisco Javier Clavijero, Diego de Abad y Francisco Xavier Alegre, entre otras eminencias.
Esta importante institución de carácter religioso, como es de esperarse, tuvo su templo adjunto. Este se edificó entre 1576 y 1603, por el alarife Diego López de Arbiza. Es de líneas muy sobrias, con pilastras en los dos cuerpos que sostienen un entablamento y un frontón triangular que se rompe con un nicho. Tiene una sola torre y conserva su pequeño atrio bardeado.
Es una de las pocas edificaciones que se conservan del siglo XVII, aunque ha tenido algunos cambios, sobre todo cuando pasó a manos de la Universidad, en los años 40 de esta centuria, en que se le colocó una inscripción que dice ``Hemeroteca Nacional'', uso al que estuvo destinado hasta 1979, en que se trasladó a sus nuevas instalaciones en el Centro Cultural de Ciudad Universitaria.
Para ese fin, al antiguo templo también se le cambiaron los viejos vidrios de la ventana del coro por un emplomado con el escudo de la Universidad; asimismo, en el frontón se instaló una escultura de Palas Atenea.
Al salir esta institución, el soberbio inmueble quedó medio abandonado hasta que, recientemente, la máxima casa de estudios lo remozó e instaló allí el Museo de la Luz. En este nuevo arreglo se tuvo el cuidado de conservar la decoración que le pintaron en los arcos --cuando se adaptó para hemeroteca-- Roberto Mntenegro y Jorge Enciso, con representaciones de la flora y la fauna mexicanas. En el Presbiterio, Montenegro plasmó ``El árbol de la ciencia'', espléndido mural en que aparece un hombre revestido con armadura, al pie de un árbol, y a ambos lados unas mujeres le ofrecen en las manos los símbolos de las ciencias. En la cúpula, Xavier Guerrero pintó su visión del zodiaco.
Pero allí no queda la cosa; las enormes ventanas del crucero ostentan unos bellos vitrales diseñados por Montenegro y realizados por Eduardo Villaseñor, que en festivo colorido representan El jarabe tapatío y La vendedora de periódicos.
A todas estas maravillas que bien justifican la visita, se añade el conocimiento de la ciencia contemporánea, con una excelente museografía interactiva, mediante la que se conoce la forma en que la luz se produce y viaja, la manera en la que sostiene la vida del planeta y lo llena de colores. Hay talleres y cursos, cuentacuentos, charlas y conferencias, proyección de diaporamas y videos, y demostración de equipamientos; sin duda una experiencia fascinante para niños, jóvenes y adultos curiosos, que son los adolescentes eternos. El lugar ofrece el raro maridaje entre la ciencia y el arte.
El extraordinario recinto se encuentra en las calles de San Ildefonso y El Carmen, y a unos pasos del anexo del excelente restaurante El Cardenal, ubicado precisamente enfrente del soberbio ex colegio jesuita. Las gaoneras son sabrosísimas, y más si se acompañan con las tortillas recién salidas del comal y una salsa molcajeteada bien picantita.