MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El día de San Valentín
Cuando entré en el recorte de personal me liquidaron con una miseria. Por fortuna a mi mamá se le ocurrió que invirtiéramos ese dinero poniendo un negocio. Techamos el patio y lo convertimos en salón de fiestas. Como algunos vecinos se dieron cuenta de que nos iba bien, hicieron lo mismo y hoy existen en la colonia por lo menos cuatro establecimientos iguales. Con semejante competencia, tenemos que hacer malabarismo para mantenernos a flote. Lo hemos logrado porque también respetamos nuestro lema: ``Casa Melita ofrece lo que el cliente necesita''.
Abrimos el negocio a principios de 1986. Nuestras primeras clientes fueron las profesoras de la Escuela Técnica y de Manualidades. Todavía nos frecuentan. Supongo que se conocieron desde estudiantes porque siguen diciéndose muchachas unas a otras. La mayoría son casadas o tienen romances de los que hablan con absoluta franqueza, sobre todo después de la tercera cuba, o sea cuando todavía falta un buen rato para que termine la celebración.
Las muchachas empiezan a despedirse como a las siete de la noche. En ese momento sufro porque veo la expresión de Romelia cuando sus amigas se brindan a llevarla, ``para que no te vayas solita''. Ella rechaza la amabilidad y asegura que Eduardo aparecerá en cualquier momento, sin duda lo demoró algún paciente y llegará, ``aunque sea tarde'', porque es muy formal. La respuesta no es suficiente y sus compañeras, sólo por divertirse, siguen acosándola: ``Entonces lo esperamos, ¿verdad, muchachas?''
Las maestras intercambian sonrisas y miradas burlonas mientras Romelia se esfuerza por ser amable: les agradece su interés y acaba diciéndoles que se vayan, que no pierdan su tiempo porque ``con los médicos nunca se sabe''. Cuando al fin ve a las muchachas en la puerta, promete hacer uan reunión para que conozcan a Eduardo y quizá también para darles la noticia de su próximo matrimonio.
Cuando desaparecen yo también me siento liberada. Sirvo dos cubas y, mientras mi mamá cuenta las servilletas y los cubiertos, Romelia y yo platicamos fingiendo que Eduardo llegará. Si oigo que un automóvil se estaciona cerca interrumpo la conversación por si mi amiga quiere levantarse y ver. Ella nada más me sonríe, mueve la cabeza y me dice: ``Conozco el motor. Ese suena distinto''.
La escena se repite varias veces hasta que al fin Romelia me pide el teléfono para llamar al sitio. Sube al taxi y desde alli me grita: ``Si viene Eduardo dígale que estoy en mi casa, que se vaya para allá''. Cuando prometo que cumpliré su encargo veo que se va dichosa, segura de haberme convencido a mí también de que Eduardo existe.
Hace doce años, la primera vez que el grupo de maestras celebró aquí el Día de San Valentín, Romelia llegó tarde, disculpándose y pidiendo opinión acerca de su nuevo peinado y su cabello recién teñido de rubio. Todas coincidieron en lo favorable del cambio y en adivinar en él la existencia de un romance: ``Qué calladito te lo tenías...'' ``Cuéntanos ¿quién es el afortunado?'' Acosaron a Romelia y siguieron haciéndole bromas hasta que, entre avergonzada y triunfal, confesó: ``Se llama Eduardo. Nació en Silao pero estudió aquí. Es médico''.
La maestra Laura, que ya iba como en su tercera cuba, hizo un comentario atrevido: ``A mí lo que me importa es que nos digas de qué número calza...'' Las risas se convirtieron en carcajadas y Romelia limitó el tono malicioso de su compañera: ``Creo que del treinta...'' Algunas muchachas la felicitaron; a las que le gritaron ``presumida'', les respondió: ``Es en serio. Ya le verán los zapatos cuando venga por mí''. Hubo aplausos para Romelia, y todas celebraron que al fin se hubiera decidido.
Durante la comida las maestras hicieron más preguntas acerca de Eduardo. Encantada de ser el centro de la reunión, Romelia les pedía calma: ``No tarda, ya lo verán''. Para demostrar que hablaba en serio varias veces llamó por teléfono al hospital. Por fin informó a las muchachas que su novio acababa de meterse al quirófano y no acudiría a la cita: ``Cuando termine de operar se irá directamente a mi casa, así que de una vez me voy. No sea que llegue y no me encuentre''.
Las maestras dedicaron el resto de la reunión a elucubrar si Eduardo existía o si era un invento de Romelia. Eva salió en su defensa: ``¿Por qué dudan de que tenga un amante? Es muy buena persona y muy simpática; además, con el pelo rubio se ve más joven''. Las opiniones fueron en contrario: ``El tono platinado envejece''. ``Como es tan morena, con esos pelos parece negativo.'' ``Creo que se veía mejor con su cabello natural.'' Para cambiar de tema Laura propuso un brindis por el amor y la amistad: ``Aunque sean de a mentiritas''.
Desde entonces han sido iguales las reuniones de las maestras y ellas mismas no han cambiado: siguen llamándose muchachas, aplauden a Romelia cuando llega tarde y solicita que opinen acerca de su corte de pelo. Le aseguran que le queda precioso, ``mucho mejor'', aunque después, cuando se levanta para hablar por teléfono, murmuran que no le favorece.
``¿Llamaste a Eduardo?'', le preguntan cuando vuelve a su sitio. Ella dice que sí, que él prometió llegar a tiempo para conocerlas. Las maestras intercambian miradas que siempre terminan en carraspeos y sonrisas burlonas. Romelia finge no darse cuenta de nada y sigue alimentando su fantasía: de vez en cuando ocupa el teléfono o va a la puerta atraída por el motor de un automóvil ``que suena idéntico al de Eduardo''. Nunca falta alguien que por seguirle el juego le diga muy seria: ``Es lo malo de andar con médicos: esos nunca tienen tiempo para nada''.
En cuanto Romelia se despide, argumentando que desea estar en casa para el momento en que llegue Eduardo, empiezan las burlas de sus compañeras, que juzgan el amorío de su amiga como un invento de su terrible soledad.
Como este año el Día de San Valentín cayó en sábado, Las muchachas decidieron adelantar su comida. Cuando vi que Romelia llegaba tarde y pidiendo opiniones acerca de su nuevo peinado, supuse que la reunión iba a ser exactamente igual a las anteriores. De hecho fue así, sólo que nadie preguntó por Eduardo. Había temas mucho más importantes: la violencia, la crisis económica, el problema de los hijos, el desempleo de los maridos.
Salvo el primero, todos los asuntos excluían a Romelia. Eran inútiles sus esfuerzos por meter en la conversación algo de su vida. Las historias familiares de las muchachas se iba tejiendo con tal densidad que no dejaban el mínimo resquicio para que Romelia intercalara al menos el nombre de Eduardo. Ni siquiera le prestaron atención cuando dijo: ``Lalo llamará a las cinco para decirme a qué horas vendrá. El también se muere por conocerlas''. En ese momento, por primera vez en todos los años que llevo de tratarla, comprendí la soledad de Romelia. Quizá por eso decidí pasarme completamente de su lado.
Iban a dar las cinco. Sonó el teléfono. Descolgué. ``Casa Melita, a sus órdenes''. No contestó nadie pero grité: ``Romelia, es para usted''. Comprendí que la maestra iba a preguntarme algo pero puse en su mano el auricular y me fui a la cocina. No sé lo que habrá hecho en los segundos que permaneció frente al aparato; sólo alcancé a verla cuando corrió a su silla, tomó sus cosas y se encaminó de prisa a la puerta: ``Mañana me dicen cuánto me tocó pagar. Tengo que irme porque Eduardo me está espernado en casa''. Lo mismo que en otras ocasiones, apenas se fue Romelia comenzaron las burlas. Terminaron cuando dije: ``Ese hombre tiene una voz preciosa''.