La Jornada Semanal, 15 de febrero de 1998
Tus libros tienen mucha fuerza. En cuanto uno empieza a leerlos, quiere seguir hasta el final...
-Cuando escribo, entro en una especie de delirio, al menos durante el primer borrador, que es la parte más rica. Acepto el exceso y sólo después de esa primera versión, que sale del estómago antes que de cualquier otra parte, me pongo más racional. Entonces empiezo a corregir, a quitar capítulos. Pero esa primera escritura es como un río: no me detengo. Luego me duele apartarme, incluso me hace mal el corte de la tarde.
-Tu escritura y tus historias son tan fuertes que a final de cuentas no importa la cuestión de la estructura. Nosotras que nos queremos tanto, que es una reunión de voces, se sustenta en el aire, y la trama de la reunión de esas cuatro mujeres desaparece bajo el peso de las historias que allí se cuentan.
-A mí me hace sufrir un poco que en México estén leyendo apenas esa novela que escribí hace 7 años. Entonces pensaba que por haber escrito mucho en mi infancia y en mi adolescencia tenía derecho a escribir una novela, pero la cantidad de defectos de ese primer intento era insufrible. Es la típica novela de una inexperta. Justamente, la estructura no existe.
-Sí, pero pero yo creo que el lector no lo lamenta...
-Para mí la palabra estructura literaria no significaba nada, creo incluso que no la conocía. Cuando apareció la novelaÊno hubo crítico que no aludiera a la falta de estructura. ¡Dios mío! A fin de cuentas mi aprendizaje ha sido muy autodidacta y bastante valiente, porque fui estigmatizada al principio en Chile, y si me hubiera dejado llevar por eso hubiera cerrado los cuadernos y habría dicho: ``¡Aquí no escribo más!'' Pero debo ser honesta: los lectores respondieron en una forma muy cálida. Tuve que empezar a leer sin inocencia, cosa que me costó porque yo leía por puro gozo. Nunca asistí a un taller literario, soy la única escritora en Chile que no ha pasado por un taller, y los que están en contra mía dicen: ``Se le nota.''
-Tus libros, finalmente, se leen y se prestan más de lo que se compran.
-Sí, he tenido esa experiencia, he visto ejemplares que me han llegado para que los firme y están casi deshechos.
-Acerca de Para que no me olvides, tu segunda novela, ¿no es cierto que la llevaste adentro mucho tiempo?
-Es cierto. Para que no me olvides tiene dos historias paralelas: la de la afasia y el flash back de la protagonista, que habla desde un monólogo interior. El tema de la afasia me interesaba mucho usarlo como metáfora de ese silencio inexpresable de las mujeres; en cuanto al asunto de la memoria, me importa porque siento que la historia reciente de mi país es muy trágica, y cuando comenzó la transición el país quería olvidarlo todo. Esto me produjo horror, pues con el olvido se cometen los mismos errores. Entonces la historia de esta novela es la suma de una memoria colectiva, un tema que hoy todavía me duele y me importa muchísimo, y la obsesión que me provocan las imposibilidades de la mujer para expresarse. Las dos cosas las tenía muy adentro, como problemas muy vitales. Mi preocupación en esos dos campos era tan genuina que la novela salió sola. Aunque, con todo propósito, intenté que mi protagonista, Blanca, fuera una mujer opuesta a mí en todos los sentidos. Para poder expresar cosas mías tan profundas no podía recurrir a nada autobiográfico; ya eran muy fuertes los sentimientos que ponía en juego.
-Hay un momento en que la protagonista dice haber creído que el centro de su ser era su corazón, y al quedar afásica modifica esta opinión. En eso se parece a ti...
-Sí, en eso estoy con Blanca. Si hoy día tuviera afasia, si no se me permitiera ninguna expresión más, ni el goce de recibir que representan la lectura y la capacidad de hablar o escribir, la vida perdería todo sentido. Al empezar a escribir el libro pensaba que los afectos sostienen; en mi caso, mis hijas, mis cuatro hermanas... Pero al final decidí que si algún día me diera afasia me las arreglaría para morir; siento que es más corto y más limpio. El corazón, al final, parece no resistir.
-En Antigua vida mía, Violeta encuentra sus raíces no en Chile sino fuera de Chile...
-He vivido muy involucrada en la actividad política de mi país. Empecé a militar en los partidos de izquierda a los diecisiete años. Desde entonces nunca he dejado de participar en el cuerpo político de distintas maneras. Ahora estoy casada con un dirigente político que, además, ha tenido presencia en los espacios más importantes de la vida política reciente en Chile. Así que nada de lo que ocurre en mi país me resulta indiferente. Y siento que este país nos ha dolido por demasiado tiempo; nos dolió la dictadura como nada en la vida y muchos de nosotros no nos avenimos bien con la transición. Ahora la oposición chilena decidió meterse a las leyes de Pinochet, en su Constitución, para poder ganarle, a sabiendas de que si alcanzabamos el triunfo de todas maneras viviríamos una especie de democracia pactada, amarrada; de modo que es un poco infantil venir a llorar ahora por esta situación. Lo sabíamos y hemos hecho lo mejor posible. Así, el personaje de Violeta no es gratuito. No me gustó lo que nos pasó como seres humanos después de la dictadura. Nos convertimos en una clase política que no tiene nada que ver con la que soñábamos ser. Cuando empecé a ver a mis amigos dándose la mano con Pinochet en la televisión, me dije: ``¡Dios mío!, ¿a esto da pie la transición?'' Cuando empecé a ver que parte de la izquierda se había enamorado de los valores de la derecha, o que dirigentes del partido en el que milité trabajaban para la empresa privada, me dije: ``¿Qué nos pasó? Ya no somos solidarios entre nosotros.'' No es fácil vivir en Chile, que es un país muy elitista donde se respira esta especie de triunfalismo que representa crecer 7% al año. ¿Te das cuenta de lo que esto significa para sus habitantes? Todo mundo anda cansado, enojado, lo único que se hace es trabajar. Y aquí vuelvo al olvido, un tema que me obsesiona. Los militares que mataron están todos en la calle, y algunos ni siquiera en retiro. Entonces hay una parte mía que es profundamente crítica de Chile, porque quiero mucho a este país y he estado muy involucrada en sus luchas.
-Ese olvido no deja cicatrizar el dolor.
-No. Hay sectores, aquellos que llamaría marginales, donde persiste ese dolor. ¿Crees que alguien los oye? De repente algunas personas que no pertenecen a esa gran porción marginal se conmueven. Y entonces decimos: ``¡Ay, qué maravilla! No lo hemos perdido todo.'' Pero es monstruoso, aún no sabemos dónde están los desaparecidos. Chile es el único país con dictadura en Sudamérica cuyos militares nunca, ni una sola vez, han pronunciado una frase de arrepentimiento. Otros países han tenido al menos un general arrepentido, ¿me entiendes? Entre nosotros, nunca. Toda la autocrítica ha descansado en la izquierda. Y enfrente no hay nadie que recoja esto. Siquiera escucháramos una frase como ``Fuimos excesivos'', una frase mínima. Evidentemente, este dolor no ha cicatrizado. Y al pensar en una reconciliación, me pregunto: ¿de qué reconciliación estamos hablando si sólo una parte se ha puesto del lado de la paz y la otra no?
-Tus libros hacen ver cómo la modernización de Chile ha provocado un gran vacío...
-El resultado ha sido casi dañino en términos de la vida cotidiana de sus habitantes. No te hablo de lo macro, sino de lo micro. En Chile la mitad de la población vive absolutamente marginada. Es el único país del mundo que carece de una ley de divorcio. Además, la Iglesia católica interviene directamente en asuntos de Estado; en el curso de las campañas electorales parlamentarias de diciembre, un obispo pedía a sus feligreses que no fueran a votar por algún miembro del Parlamento que estuviera a favor de la ley de divorcio. En los tiempos de las tres dictaduras (Chile, Uruguay, Argentina, Chile tuvo menos muertos y desaparecidos, porque había una Iglesia libertaria que se la jugó por los perseguidos. La Iglesia fue muy importante, un cobijo para las comunidades y los jóvenes. Pero desde el Vaticano se ocuparon de cambiar toda la estructura para imponernos una Iglesia, la actual, altamente reaccionaria.
-Creo que es el momento para hablar de El albergue de las mujeres tristes.
-Bueno, con El albergue... pasó una cosa muy importante: me liberé del asunto de Chile, un país que me duele porque lo quiero. Pero hay un trasfondo evidente del tema chileno. Me liberé en el sentido de que el relato no tiene tanto que ver con el país. Chile es una especie de cortina, de trasfondo. Me di la libertad de no introducir el elemento político en forma demasiado visible.
-Floreana, uno de los personajes centrales, se caracteriza por su falta de identidad...
-Por una muy baja autoestima, su falta de pertenencia, de raigambre, y por estar muy lastimada. Con esta última novela quedé muy en paz. Estaba terminando de corregir Antigua vida mía y empezó a suceder algo alrededor. Me pasa continuamente que, cuando estoy terminando de corregir la obra reciente, me comienza a invadir la novela que viene; primero es un concepto, luego un personaje, y empieza el carrete de nuevo, ante mi propio cansancio. Lo cual me obliga a recomenzar. Entonces, a finales de Para que no me olvides comencé a percibir que muchas mujeres de mi entorno mostraban un nivel especial de tristeza y soledad; no sólo en Chile: mujeres francesas, sudafricanas, para mencionar dos ejemplos dispares, y las norteamericanas ni se diga. Todas estaban en la misma. Amiga que me encontraba o mujer que veía, estaba triste, sola. Comencé a preguntar entre mujeres de distintos países, y me di cuenta de que la cosa era así, había una especie de dolor. Surgió en mí la rabia, las ganas de denunciarlo y también de tender puentes con los hombres. No pude dejar de escribir esto y me vino una especie de paz; no sé si hablé por todas estas mujeres... Entonces inventé un albergue solitario.
-Floreana es una isla...
-Absolutamente. Ella es como una metáfora, y el albergue tenía que estar en un lugar que reflejara el aislamiento; no me imaginaba esa tristeza con sol, sino rodeada de frío, en esa soledad. Para mí el albergue es evidentemente una metáfora del espacio mental que las mujeres quisiéramos tener, y que de hecho tenemos dentro de nuestras mentes, un espacio para reconfortarnos, un espacio sin juicios de salvación. Cuando terminé de escribir El albergue... me di cuenta de que en todas mis novelas las mujeres tienen que salir de la ciudad: Blanca sale al campo, Violeta va a Antigua, Floreana al albergue, incluso las cuatro mujeres de Nosotras tienen que reunirse en algún lado fuera de la ciudad. Me di cuenta de que metaforizaba el tema de la huida pero, en el fondo, era una fantasía personal, feroz en la medida que no puedo cumplirla.
-En tus libros, ¿te diriges más a las mujeres que a los hombres?
-A diferencia de los tres anteriores, en este no. Este es un libro que tienen que leer los hombres. Es la primera vez que hago un personaje masculino importante. Porque esto del encuentro y el desencuentro es de dos; la historia hubiera quedado coja si me hubiera puesto del lado de las mujeres. Sentí ganas de meterme en el corazón de un hombre y disfruté mucho trabajando el personaje masculino. Al lado de él, incluí al personaje homosexual, que sentí como un catalizador, narrativamente hablando.
Creo que estos cuatro libros cierran un ciclo que era muy necesario para mí. De alguna manera, aunque siempre voy a escribir desde el punto de vista de una mujer, voy a fantasear más con los temas y con los personajes masculinos y femeninos, haciendo menos explícitas las cosas.
-Tu preocupación literaria ha crecido...
-Ha sido un proceso muy raro. Partí de la nada, por decirlo así, y al final lo que quiero es alcanzar un lenguaje. Nunca voy a llegar al punto de la escritura experimental ni críptica. En eso estoy con Stevenson: me interesa contar historias. No creo en la novela sin tema. Soy decimonónica en mi concepción de la novela: tiene que haber personajes, historia, trama, desenlace y todo eso. Cuando el lenguaje sobrepasa a la historia se escribe poesía, pero novela no. Para mí es necesario el equilibrio entre lenguaje y trama... Sin embargo, quiero acercarme cada vez más a la pureza del lenguaje.
-¿Y cuáles son tus escritores?
-Tantos... Te digo sólo uno: Javier Marías.
-¿Y tus escritoras?
-Del pasado, Jane Austen, George Elliot y, especialmente, Virginia Woolf. Estas tres son mis fetiches. De las actuales, prefiero a las anglosajonas: ellas han tenido cojones, lo que a nosotras las latinoamericanas nos ha permitido empezar. Marguerite French en Estados Unidos, o Anita Bruckner en Inglaterra. Ellas han ido conformando esta literatura que parte del punto de vista de la mujer; no literatura femenina, que es un término que a mí me carga, una estupidez que no significa nada. Porque, ¿qué importa si el que escribe es un hombre o una mujer? Lo que importa es el punto de vista. No existe la literatura femenina: se escribe desde un lugar determinado. Además, dado el exceso del punto de vista masculino, creo que tenemos derecho al punto de vista femenino, narrativamente hablando. Espero incurrir siempre en este punto de vista y nunca escribir como un hombre. Hay registros masculinos y femeninos que son excluyentes. Las formas de enfrentar los pensamientos, la acción, la cotidianidad son tan distintas entre hombres y mujeres... ¿Cómo puede alguien creer que el lenguaje no va a estar influido por esa diferencia?