La Jornada Semanal, 15 de febrero de 1998
El alud de declaraciones contradictorias en torno a Chiapas trae a la memoria aquel diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty en la plena batahola del País de las Maravillas: ``El problema -dijo Alicia- es el de si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. El problema -dijo Humpty Dumpty- es el de saber quién manda. Eso es todo.'' Es muy posible que esta sabia conclusión sea la clave para entender la serie de declaraciones contradictorias emitidas por el gobierno a partir de la masacre de Acteal y de la intensa movilización militar que desde principios de enero está destinada al ``desarme indiscriminado'', según el Ejército, y a la ``aplicación de la Ley de Concordia'', según el gobierno. Así, en este primer tramo del '98 lo importante es saber quién manda y quién predominará durante la segunda mitad de un sexenio marcado por la confusión y la incertidumbre. Aquí las palabras son lo de menos, pues lo importante será identificar a quienes las emiten, su grado de poder real dentro de un gobierno con diferentes centros de mando: identificar a quienes dictarán el futuro del país para lo que resta del siglo, si es que la recomposición de una sola torre de control se logra sin mayores sorpresas, y antes de que las nuevas batallas por la sucesión del 2000 terminen por complicar al demorado conflicto del extremo sur.
Y es que Chiapas es sólo el más visible síntoma de un diferendo mayor, que apenas entrevemos pero que se relaciona con los magnicidios de 1994, con los cambios administrativos de 1995 y con la permanente ebullición que ha acompañado al debilitamiento real del Ejecutivo. Demuestra parte de la ingobernabilidad que se ha ido apoderando del sistema a lo largo y ancho del territorio. Enero ha sido, en todo caso, la arena temporal de este enfrentamiento que se renovó en el intento desesperado del presidente Zedillo para, por fin, tomar posesion plena de su gobierno nombrando secretarios de Estado leales a lo que parece ser su política externa e interna. Pero aun este intento tardío de toma de posesión se halla poderosamente impedido por acciones contrarias a las palabras, por palabras que contradicen lo que se hace, por variadas provocaciones y desvaríos, por constantes apelaciones a la ``vieja estrategia'', o por muestras de debilidad apoyadas en la fuerza militar o en el rompimiento del orden legal.
En los casi dos años que transcurrieron desde la firma de los Acuerdos de San Andrés, el gobierno parecía haberse desentendido del asunto, cambiando la estrategia de negociación por una que se ajustara más a sus intereses políticos. Esto ocurría en una escena dominada por grandes contradicciones dentro de la propia política gubernamental, y por el surgimiento de una enorme descomposición en la llamada ``zona de conflicto'' y sus regiones aledañas. Después del compromiso diferido, daba la impresión de que, en el mejor de los casos, la administración le apostaba a la ``autorregulación'', como si los conflictos tendieran por sí solos a normalizarse, en una extensión de la creencia -también falsa- de que los fenómenos económicos o las ``fuerzas del mercado'' tienden por sí solas a la autorregulación y el equilibrio: la teoría neoliberal llevada al plano de la política, con consecuencias aún peores que las económicas.
En este contexto de ``pudrimiento inducido'', o incluso dentro de una estrategia de guerra de contrainsurgencia fríamente planificada, se explicaría el surgimiento de una docena de grupos paramilitares desarrollados a partir de conflictos y diferendos anteriores, grupos a los que se ha entrenado y dotado de armas por la vía del gobierno estatal y su ``Procuraduría de Justicia''.
Así, la conflagración es ahora más complicada que hace dos años. En Chiapas se vive hoy una enorme desintegración social que ha convertido a la mayoría de las regiones del estado en un caldo de cultivo con ingredientes muy variados y riesgosos. Las franjas de actual ingobernabilidad derivan de los procesos de expulsión política y religiosa en los Altos, de la migración natural del campo a la ciudad, del hacinamiento en zonas periféricas urbanas, de conflictos religiosos, de los efectos políticos causados por la desagregación del partido único y de toda clase de formas económicas, sociales y políticas de destrucción del orden social. El amplio espectro de esta descomposición se nutre de causas antiguas, de procesos que llevaron al estallido de la rebelión, o de nuevas formas de disolución microrregional de la convivencia política, o aun del desarrolo del crimen organizado por sobre esta estructura deformada por la crisis permanente.
La realidad que hoy se vive en todo el territorio chiapaneco, y no solamente en la llamada ``zona de conflicto'', es que organizaciones sociales de todo signo, rurales y urbanas, grupos de interés grandes o pequeños, enfrentados a mafias caciquiles de la más diversa índole, poseen, de ambos lados, armas, cárceles privadas, formas propias de castigo y reclusión. Visto de esta manera, la naturaleza del drama que vive el estado va mucho más allá de las regiones indígenas y de su reclamo de autonomía, discusión que hoy inunda y ahoga un conflicto que se relaciona con un problema mucho más profundo y del que poco se habla: la ausencia de canales de expresión y de democracia política.
Este escenario fue también potenciado por la estrategia articulada por el gobierno en la primera fase del conficto, que consistió en debilitar, reprimir o cooptar a las organizaciones que originalmente se agruparon, en enero de 1994, en el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas (Ceoic), y posteriormente, en la Asamblea Estatal del Pueblo Chiapaneco (Aedpch). Una ofensiva gubernamental que logró la desarticulación del ``gobierno de transición'' paralelo, que en su momento fue uno de los impulsos más fuertemente unitarios entre el EZLN y las organizaciones sociales que apoyaron este proyecto. Fue así como, sobre una compleja red de conflictos anteriores, el gobierno fue construyendo, sobre todo en el vacío creado por la ausencia de negociaciones y espacios de participación política real, toda una estrategia de creación artificial de nuevos actores -en este caso los grupos paramilitares-, con el fin deliberado de que el EZLN no fuera el único grupo armado con existencia reconocida y de que el Ejército irrumpiera después como ``mediador'' de estos ``conflictos''. Pero esta situación se ha visto a su turno rebasada, pues estos nuevos actores artificiales se enfilaron no solamente contra el EZLN, sino también contra las organizaciones campesinas independientes, contra el movimiento social y sus aliados (incluyendo a todo un sector de la Diócesis de San Cristóbal), contra el PRD, y, eventualmente, contra otros grupos armados de izquierda, entre ellos el Ejército Popular Revolucionario, que tienen presencia abierta en otras regiones del estado a partir de junio de 1996. La matanza de Acteal demuestra también que esta política de contrainsurgencia tiene límites y que un hecho de esa magnitud se puede revertir desfavorablemente para la propia estrategia gubernamental.
Y es que originalmente se trataba de romper la ``simetría'' del efecto creado por la rebelión en la ``zona de conflicto'', pero sobre todo de detener el crecimiento local de la desobediencia en las zonas aledañas a las regiones de más clara influencia rebelde. De frenar un movimiento mucho más amplio que en sí constituye una revolución en el estado de Chiapas, una inmensa transformación orientada al cambio social, que se despliega en varios planos y que, por lo mismo, rebasa leyes, estrategias, actores originales y normas preestablecidas. Asimismo, las acciones paramilitares relativamente sistemáticas, lanzadas con fuerza desde marzo de 1996, podrían estar expresando la frustración existente dentro de sectores del mismo Ejército, por lo que consideran una inconsistencia de las órdenes recibidas desde el Ejecutivo, y en particular por la forma como éste hizo recular la respuesta militar ante la rebelión en enero de 1994, o la ofensiva policiaco-militar del 9 de febrero de 1995. La declaración de guerra al Ejército -proclamada por el EZLN en enero de 1994 y constantemente aducida por el gobierno para justificar las acciones militares-, es todavía una cuota que se quiere cobrar a un alto precio, e independientemente de las otras pistas de la negociación.
En el plano local, la ausencia prolongada de una vida institucional, la intromisión del Centro en todos los asuntos relativos al gobierno estatal, fueron al mismo tiempo facilitando la militarización rampante de la vida cotidiana y el control cada vez más directo ejercido por la Séptima Zona Militar en todos los ámbitos antes ocupados por los políticos locales o por instancias legales, estatales y municipales. El general a cargo de esta jurisdicción militar funciona ya como el real gobernador político-militar del estado, el que acuerda directamente con el Ejecutivo Federal. Así, el poder militar interviene en la administración de justicia, el ministerio público, la asignación de recursos a la salud y la educación, el registro civil, la gestión agraria, la actividad policiaca y muchos ámbitos antes reservados a diversos sectores del gobierno estatal y de los gobiernos municipales. Más que contener militarmente la expansión de las zonas rebeldes, el Ejército ha ido debilitando de grado o por fuerza aspectos de por sí ya desmantelados de la administración local, creando nuevas áreas de vacío de poder que impidan la generalización de una respuesta civil opositora organizada. El único antecedente histórico de esta situación de postración de la vida civil y el orden legal, de ruptura de facto del pacto federal, se remonta a la ocupación militar del Ejército constitucionalista entre octubre de 1914 y diciembre de 1920.
Asimismo, la paramilitarización en el campo ha tenido más que ver con las organizaciones rurales creadas a raíz de los conflictos de los ochenta, que con la central campesina priísta tradicional, la CNC, cuya influencia en la región es mínima desde la crisis agraria de los setenta. Así, la organización que mejor se ha prestado a este proyecto ha sido la llamada Solidaridad Campesino Magisterial (Socama). Constituida como la central campesina más oficialista de Chiapas, con fuertes orígenes en la penetración de la llamada ``línea de masas'', se ha convertido en un fuerte bastión de resistencia gubernamental corporativa en todos los ámbitos. Por ejemplo, en el caso de la zona norte, un grupo como Paz y Justicia surge de una organización social paraestatal ligada a Socama, con un grupo de autodefensa convertido después en paramilitar por un trabajo de contrainsurgencia que lo ubicó como una organización hostil al EZLN, a la Diócesis de San Cristóbal y al trabajo electoral y organizativo del Partido de la Revolución Democrática, y que lo posicionó dentro del esquema de combate encubierto llevado a cabo por la política de contrainsurgencia. Un esfuerzo similar, aunque fallido, ha sido el intento de desarrollar un grupo paramilitar en la histórica Organización Rural de Interés Colectivo, Aric-Unión de Uniones oficial, usando para ello a sus ex asesores ladinos, hoy expulsados de sus filas por los mismos campesinos de una organización que no simpatiza con el EZLN pero que se resiste a entrar en esta dinámica inducida.
Pero hay que decir también que la virtual ruptura del pacto federal pasa por lo económico, pues el mito de la riqueza de Chiapas no ha sido más que eso, un mito. La famosa riqueza petrolera y energética no constituye más del seis por ciento de los ingresos del gobierno federal por estos rubros (por más que la primera representa el 24% de la producción nacional y la segunda el 36%). La producción agropecuaria, que ocupa más del 60 % de la actividad local, ha decaído sensiblemente, tanto por la crisis que viene desde los setenta como por los conflictos que se desataron paralelamente y que condujeron al estallido de 1994. Lo que se vive, de veinte años a esta parte, son confictos sobre las ruinas de un modelo agropecuario fallidoÊy una reforma agraria inconclusa, que cuando se detuvo -por la reforma de 1992 al 27 constitucional-, ya había sido rebasada por el crecimiento demográfico, la pauperización paulatina y la inviabilidad de la producción agraria rudimentaria que caracteriza el atraso regional. En realidad, el estado mantiene una dependencia absoluta y creciente vía subsidios del gobierno federal, y eso explicaría mucho mejor el absoluto cinismo con que el gobierno federal quita y pone ``gobernadores'', sin la mediación de ninguna instancia constitucional.
Así, cuando el presidente Zedillo dice, en su discurso de Yucatán, que el gobierno ``no puede aceptar formas antidemocráticas y autoritarias'', en relación con la solución del conflicto, la comarca chiapaneca acaba de sufrir de su parte uno de los más graves atentados autoritarios y antidemocráticos: la imposición de un enésimo ``gobernador'' del estado, pasando por encima de cualquier fundamento legal. Pero la crisis es de tal envergadura que cualquier medida de fuerza contribuye a debilitar al sistema en su conjunto.
El aniquilamiento de la vida política local ya tocó fondo, y esta vez el nuevo ``gobernador'' ha tenido una dificultad para integrar su ``gabinete'', pues nadie en su sano juicio deseará estar ``indiciado'' o prófugo dentro de uno o dos años, cuando nuevas crisis o conflictos obliguen al Ejecutivo a violar de nuevo el pacto federal y nombrar otro administrador, a cambiar de hombres manteniendo el esquema de dependencia. En este contexto, los políticos locales del PRI han optado por desaparecer en espera de mejores tiempos. Mientras, la destrucción de todo rastro de legitimidad impide lo que sería la única solución posible: dar paso a un reforma radical, a un nuevo Constituyente, a nuevas elecciones para gobernador, etcétera. Es tal la pulverización, que el gobierno del estado, el congreso local, el IFE estatal y la Comisión Estatal de Derechos Humanos ya no tienen ninguna credibilidad, ninguna autoridad moral ni capacidad para consensar absolutamente nada. El poder judicial es inexistente, y cada crimen, los que ocurren diariamente o las periódicas masacres indiscriminadas, tiene que ser ``atraído'' invariablemente por la Procuraduría General de la República. La policía estatal, presuntamente reorganizada por un funcionario del Centro, se encuentra en pie de guerra en contra de la población civil y en periódicos enfrentamientos con otras corporaciones.
Es decir, en el análisis y vía de solución al conflicto de Chiapas los que menos cuentan son los chiapanecos, y por encima de todo lo que se dice y se publica acerca de un Chiapas constreñido solamente al mundo indígena, no cabe duda de que allí hay mucho más que eso, en donde se gestan nuevas confrontaciones, nuevas salidas y nuevos consensos. Por todo esto, un movimiento amplio opositor empieza a nacer en todo el estado, augurando nuevas movilizaciones y empujando a las medrosas dirigencias de los partidos de oposición locales, a plantearse metas políticas que vayan más allá de la pura búsqueda de curules y prebendas. Los chiapanecos sufren directamente las consecuencias de la guerra local y de la que se despliega lejana, en el seno del aparato central, y hoy no tienen el menor derecho de resolver democráticamente su futuro: de allí la importancia que tiene el desplegado aparecido en La Jornada y El Espresso de Tuxtla Gutierrez el pasado 22 de enero, que vuelve a conjugar a las organizaciones sociales urbanas y rurales, y al más amplio movimiento ciudadano, alrededor de la defensa de la soberanía de Chiapas dentro del pacto federal, en una acción sin precedentes desde la formación del Ceoic a principios de 1994.
Todo esto viene a demostrar que la suerte del estado sureño no es para nada ajena a la de la nación y que la solución al conflicto pasa por dos vías: primeramente, por una reforma profunda del Estado, consensada en el seno de un nuevo pacto que tendrá que ser lo más amplio posible, y, principalmente, por considerar a Chiapas no sólo como un objeto de solidaridad asistencial, sino como un estado de la Federación, permitiendo que los chiapanecos resuelvan sus problemas sin la ingerencia permanente del gobierno federal y del Ejército en todos sus asuntos. Identificar a la totalidad de los actores y sentarlos a una mesa sólo será posible con un gobierno chiapaneco legítimamente electo, que se deba al electorado y que pueda generar consenso en los sectores hoy enfrentados de la sociedad local... Sin este marco global y urgente, fuertemente implantado en una relegitimación local que revierta la militarización y la tendencia de desagregación inducida de los últimos años, y sin que estas medidas se cumplan lo más rápido posible, el grado de ingobernabilidad puede hacer peligrar la transición en todo el país y meternos en un horizonte de violencia incontrolable de larga duración. Sin estas condiciones previas, que requerirían una visión política de largo plazo -una visión de EstadoÊy un proyecto de nación-, el conflicto sólo conducirá a nuevos callejones sin salida.