La Jornada Semanal, 15 de febrero de 1998
En las calderas del Titánic
De todas las imágenes de la muerte, una prevalece: el viaje sobre el agua. Cuando San Juan avisora la ``tierra nueva'', tras el Apocalipsis, agrega un reconfortante: ``y el mar ya no existe''.
La muerte en el mar nos hace iguales, pero no sus afluentes. Le llegó en forma de agua en los pulmones a Adrián Madrigal, boliviano de 24 años, en las calderas del Titanic. Lo único que sabemos de él es que tenía poco más de cuatro meses trabajando como carbonero para la White Star Company y que debió ser uno de los primeros en ahogarse, en una mezcla infernal de vapor de agua de sal, carbón y olas. Nunca supo que, una hora y cuarenta minutos después, la suerte del hombre para quien trabajaba su padre en las minas de Bolivia, un tal Guggenheim, y el primo del dueño de Manhattan en cuyas calles deambulan ahora sus bisnietos boliviano-norteamericanos, John Jacob Astor, también serían arrastrados por el mar en una mezcla menos áspera de coñac, puros mojados y olas. Igualados frente al óceano, sus familias siguieron sus senderos inamovibles: el padre de Madrigal, Pedro, murió en un accidente minero, en 1920, y sus descendientes hoy viven en Nueva York, aunque no en Manhattan. Acaso todos los días miran, sin poder entrar, el hotel Waldorf Astoria y el Museo Guggenheim. Cuando los abordan, no les preguntan por Adrián, sino por la green card.
Es muy poco probable que el cuatro veces diputado porfirista Manuel R. Uruchurtu haya muerto en el Titanic gracias a la ``caballerosidad'' de cederle su lugar en los botes salvavidas a una pasajera de segunda clase. No existió tal ``caballerosidad'' -fantasma de los que ven en los años del porfiriato una aristocracia exquisita muy lejana a los esclavos mugrosos de Valle Nacional- porque los pasajeros varones no tenían mayor alternativa frente a las órdenes: ``Mujeres y niños, primero.'' De hecho, existen numerosos estudios de ``comportamiento social'' que toman a los varones ricos del Titanic como ejemplo de ``ausencia de pánico colectivo'' en una situación de alto riesgo. Los que se amotinaron fueron los pobres. Los ricos se contuvieron, no por una rancia ``caballerosidad'', sino por la razonable creencia en que el barco que se estaba hundiendo era inhundible. Uruchurtu lo creyó, como el resto: en la hora y media que tardaba en llenarse de agua, algún otro barco lo auxiliaría. Y los varones razonables estuvieron a punto de acertar: el buque Californian estaba a tan sólo 32 kilómetors del Titanic. Pero su operador de radio estaba dormido.
El hundimiento del Titanic evoca la figura de sus sobrevivientes en la nueva rica fuera de lugar. Su nombre era un disfraz: Molly (Margaret) Brown (Tobin), la hija de un minero pobre que tuvo la fortuna de casarse con James J. Brown, un gambusino que encontró oro en 1894. Rica, aunque no millonaria, quiso entrar a la alta sociedad de Denver con una educación de segundo de primaria. Fue rechazada y su marido terminó por abandonarla, aunque le siguió pagando sus continuos viajes a Europa. Al sobrevivir al accidente del Titanic Molly accedió a los círculos de la élite neoyorkina, porque era la única que describía, en una absoluta ficción, los últimos instantes de la vida de Astor. En forma de actriz de salón de té, Molly inspiró un musical de Broadway, The Unsinkable Molly Brown. Pero una vez logrado el ascenso que siempre ambicionó, se le terminó el dinero. Molly murió pobre en el Hotel Barbizon-Club de Nueva York, veinte años después del hundimiento del Titanic.
El Titanic se terminó de ir al fondo del Atlántico Norte el 15 de abril de 1912 a las 2:20 de la madrugada. Para cuando se hundió, ya habían sido publicados Drácula, Jekyll y Hyde, El Retrato de Dorian Gray, los estudios de Lombroso y de Francis Galton sobre la inevitable degeneración de nuestra especie, y Herbert Spencer ya se había deprimido en su casa tras el descubrimiento de que ``la segunda ley de la termodinámica llevará a un equilibrio que significa el fin de la vida en el universo, equilibrio que, yo he mantenido durante años, era el más alto nivel del desarrollo social''. Por lo tanto, es un poco exagerado sostener que el hundimiento del barco más grande y lujoso de la época señale, también, el ``fin de las ilusiones de la modernidad''. Lo que parece más esencial a su iconografía es el carácter fantasmagórico de una ciudad sumergida para siempre; de sus ahogados, aparecidos insepultos, que navegan en su espejismo y siguen abrazándose dentro de los camarotes herrumbrosos. No es sino esta la imagen oscura que nos devuelven sus descubridores. El primero de septiembre de 1985, una expedición franco-estadunidense localiza los restos del Titanic a cuatro mil metros de la superficie del mar, en un lugar que nos dice poco a los que nada sabemos de mapas: 41¼ 46' N, 50¼ 14' W. Tras 73 años de sepultado por el océano, varias generaciones nos hemos quedado con una certeza: el barco de 46 mil 329 toneladas se estrelló de lado contra un iceberg, lo que provocó que el casco se desgarrara. Pero en su informe de finales de 1985, los expertos nos despojan de dicha seguridad: ``Esta expedición no encontró señal alguna de la ruptura que se supone provocó el iceberg en el casco del barco.''