Don Jorge Alberto González Galván, miembro del Instituto de Investigaciones de nuestra UNAM, autor de El Estado y las etnias nacionales en México, al cual subtitula La relación entre el derecho estatal y el derecho consuetudinario, y a quien, con gran gusto, leo y respeto, me hace el gran honor de publicar en La Jornada de 14 de febrero próximo pasado, un supuesto elogio cuando examina mi posición frente a los graves y conocidos acontecimientos de Chiapas, que motivaron la publicación de un folleto, Proposición respecto a una reforma constitucional sobre la problemática de los derechos de los pueblos indígenas en México, así como otras varias declaraciones mías que no dudaría en calificar de angustiosas frente a una situación crítica que está ocurriendo en nuestro país, y sobre la cual numerosos mexicanos deseamos no llegue a extenderse hasta el extremo de ponernos en el riesgo de desaparecer como nación distinguible y distinguida.
A su comentario lo intitula ``El ministro tiene razón'', y en efecto me la da, --si bien condicionalmente--, pero partiendo del criterio que ambos compartimos en el sentido de que las autoridades de tipo político para los pueblos indígenas ``son inadmisibles''. Se refiere bondadosamente a mi empeño de lograr para nuestra nación una ``unidad'' de orden jurídico y político, pero agregando --evidentemente con manifiesto reproche-- que dicha unidad históricamente se concibió sin la participación de los pueblos indígenas (ya que tal participación sólo existió bajo la ``cultura mestiza, la ladina, la occidental''). Con ello aparentemente pone en entredicho la legitimidad de la unidad mexicana --que se formó bajo criterios discriminatorios, vista la ausencia de una intervención indígena--, y quizás, no me atrevo a ir más lejos en mis inferencias, con la urgente necesidad de reconstruir si no nuestra historia ya escrita, sí nuestro futuro como Nación ahora si unida bajo un distinto acto nacional de integración rectificadora de una pasada injusticia.
Quizás el párrafo más indicativo y más irónico de su elogio-reproche, es el siguiente, que textualmente transcribo para evitar interpretaciones subjetivas: ``Tiene razón, señor Ministro, cuando hace un esfuerzo por la unidad del país. Este (el país) espera su propuesta de una entidad que no sea difícil de manejar, que se base en un principio que no anuncie que más adelante se va a dividir''. Hasta aquí la transcripción, pero con todo aplomo concluye su interesantísimo artículo con esta admonición final: ``Tiene razón, señor Ministro, no podemos jugar con las ideas''.
En realidad en México ya no podemos jugar --ya no debemos seguir jugando-- con las posiciones ideológicas, étnicas, antropológicas, jurídicas o políticas. En realidad nos ha llegado el momento de construir. Ya hemos destruido los suficiente.
No creo que nuestro país espere de mí una nueva propuesta --ya la hice, y ahí queda-- ni solución jurídica, lógica o mágica. Tan sólo concluyo con estas necesarias consideraciones:
1. Antes de precisar detalles sobre la forma y las particularidades de una normatividad sobre la convivencia --distinta y diferenciada-- entre un México indígena y otro México no indígena (sea éste mestizo, ladino u occidental) nuestro pacto fundamental, la Constitución Política, debe indicarnos qué es aquéllo de lo que todos los mexicanos (no algunos) debemos partir. Se requiere, para ello, de una reforma constitucional. Yo creo que ésta debe de inmediato iniciarse con el reconocimiento de que ``todos mexicanos (todos) somos iguales ante la ley''.
2. Una vez que nos entendemos sobre un nuevo texto fundamental (lo cual es precisamente el meollo de la crisis que estamos soportando) deberán venir los detalles menores en la legislación secundaria. Esta tiene que decretarse también por todos los mexicanos, inclusive con la asistencia de los expertos y conocedores del derecho estatal y el derecho consuetudinario, y demás mortales.
3. Ha llegado el urgente momento en México, por la grave situación en la que nos encontramos, de olvidar las rencillas y los protagonismos. Nuestro país requiere, ahora, de sus mejores cabezas y de sus mejores guías.
Que quizá no serán ni ministros ni investigadores.