Una característica de sobrevivencia de la especie humana es su capacidad para adaptarse a las cambiantes condiciones de su entorno, las que, salvo excepcionales acontecimientos, han sido provocadas por el hombre mismo. El cambio está en la naturaleza de la humanidad y, por ende, en la de las instituciones y formas de organización que ha creado.
Los fundamentalismos son la negación del cambio: aferrarse a lo que ya no existe, querer que las cosas sigan igual, el miedo a enfrentar lo desconocido, la cobardía para asumirse como parte del movimiento perpetuo.
Entre las organizaciones humanas que con mayor exigencia deben estar atentas al cambio, están los partidos políticos porque su mandato es interpretar la realidad y buscar su transformación mediante el empleo privilegiado de la política. Hacer del cambio la razón de las acciones que le permitirán ir hacia donde la organización y sus miembros han decidido.
Cambio y permanencia constituyen la ecuación de la política: cambio para adaptarse a una sociedad que se transforma, permanencia en objetivos, principios y fines para transformar una sociedad que exige justicia.
Un partido que renuncia a entender los tiempos políticos y a hacer del cambio parte esencial de su estrategia, se desfasa y se extingue porque pierde su capacidad para entender la realidad y actuar frente a ella.
El aprendizaje democrático -concepción, desarrollo y maduración de una nueva cultura política- no puede abandonarse al azar, al golpe de suerte, a la mutación mágica por una eventual acumulación de espontaneísmo y buena voluntad.
La exigencia de transformaciones en todas las esferas de la vida nacional es sólo el primer paso, indispensable pero insuficiente. Transcurrido el tiempo de la efervescencia, de la movilización y de la implantación del reclamo democrático como nuevo horizonte, viene el momento de la construcción y el replan- teamiento de instituciones, prácticas y concepciones.
Es un hecho que en sociedades abiertas, democráticas o en tránsito hacia un régimen representativo y plural, los centros de poder se multiplican y las alternativas civiles adquieren importancia. Pero también es verdad que la institución partidista se mantiene como ese espacio general donde confluyen proyectos, esperanzas e intereses particulares que buscan influir en la esfera pública. Por más que en los partidos se viva una crisis de representatividad -evidente y más grave de lo que se llega a aceptar-, la figura de partido político no ha podido ser sustituida.
En México, los partidos enfrentan una doble presión. En primer lugar, indiferencia ciudadana, desconfianza ante la oferta partidista, desprestigio de la actividad política y escándalos de corrupción en la administración pública. En segundo lugar, los condicionamientos históricos de nuestro sistema político.
Doble desafío que obliga a las organizaciones políticas a desplegar iniciativas nuevas, vigorosas, destinadas a obtener el respaldo de una ciudadanía más critica, más informada, más demandante. Apostar a la inercia, a los errores del adversario, al cansancio y la desilusión de los electores, a la apatía del cuerpo social, puede conducir a victorias pírricas, momentáneas (por la volatilidad del sufragio), pero nunca al fortalecimiento democrático ni a la construcción de corrientes socioculturales que restauren la confianza en la política y los partidos.
Nuestros partidos deberían saberlo: más allá de la apatía aparente, los mexicanos toman nota de cada movimiento, valoran las señales, evalúan con atención la calidad de los mensajes y la auténtica dimensión del compromiso con la ciudadanía, los grados de pragmatismo o el franco desborde de las fronteras entre oportunidad y oportunismo. En las urnas, como ocurre en toda democracia, la sociedad depositará su veredicto. En política no hay sucesos sin importancia. Por eso tampoco es conveniente retroceder en lo avanzado, motivados sólo por la inmediatez de combatir a quien se marcha desplegando ira y rencor.
Por ello, el PRI tiene que ser un partido vivo, atento al pulso social y a los comportamientos colectivos, abierto a las nuevas corrientes del pensamiento, receptivo de las tendencias comunitarias que marcan pautas y definen el porvenir, con decisión sobre cuándo y en qué dirección cambiar. En esa capacidad de innovación se juega su futuro y el sitio que deberá ocupar en un nuevo escenario político.
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