Acaban de concluirse en Florencia los ``Estados Generales'' del sector mayoritario de la izquierda italiana. Dos son los temas centrales: bosquejar los lineamientos de una nueva organización partidaria y definir estrategias de gobierno capaces de conciliar crecimiento económico y solidaridad social. Dejemos a un lado el primer aspecto y concentrémonos en el segundo.
El problema es, para decirlo sencillamente, descomunal. De un lado está la relación histórica conflictual, y conceptualmente irresuelta, entre socialismo (como proyecto) y capitalismo (como realidad). Del otro, el problema de la actitud de la izquierda frente a un capitalismo contemporáneo que crea problemas gigantescos de desempleo y desigualdad aguda entre naciones e individuos mientras, al mismo tiempo, alimenta una revolución tecnológica y empuja hacia nuevas formas de cooperación y solidaridad regionales que van de la moneda única europea al Mercosur, de la Apec asiática al Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Para la izquierda italiana, por lo menos para su sector mayoritario, el capitalismo ha dejado de ser el gran demonio al cual contraponer una alternativa redentora de dudosa eficacia. En los documentos previos a la asamblea se dice: ``Una sociedad sin mercado es una sociedad pobre y sin libertades. Una sociedad fundada sólo sobre el mercado es una sociedad disgregada''. Se trata así de construir puntos altos de convergencia entre economía y política: entre eficiencia y capacidad competitiva de un lado, y solidaridad y capacidad de operar en el mundo sin ser objeto de una internacionalización pasiva. El reto --en el cual inteligencia, realismo y creatividad decidirán el destino de la izquierda para un largo ciclo histórico-- consiste justamente en redefinir las fronteras y las funciones del mercado y del Estado.
¿Tienen algún sentido estas ideas al interior de aquel universo que convencionalmente llamamos tercer mundo? ¿Pueden tener algún significado ahí donde los conservadores oscilan entre la protección de oligarquías poderosas y el encantamiento hacia las recetas económicas salvadoras --asumidas generalmente con un grado asombroso de intransigencia acrítica-- provenientes de las corrientes mundiales dominantes? Reconozcamos que no es fácil proponer alguna convergencia entre mercado y Estado ahí donde el mercado es generalmente una caricatura que oculta intereses poderosos que, a menudo, poco tienen que ver con eficacia y competencia. Reconozcamos que no es fácil convivir con el capitalismo ahí donde éste produce gigantescas fragmentaciones sociales, opulencia y miseria que conviven con inagotables hipocresías institucionales.
Y sin embargo ¿existen alternativas al capitalismo, a la iniciativa privada, a la competencia? La respuesta es, por desgracia, trivialmente negativa. El mayor problema de este lado oscuro del planeta-capitalismo es que el mercado no funciona, entre otras razones, porque el Estado no le permite hacerlo. Simplifiquemos el argumento. ¿Pueden desarrollarse iniciativas productivas eficaces y flexibles en medio de instituciones públicas prisioneras de formas de centralismo político rígido, entre episodios sistemáticos de corrupción y de colusión entre funcionarios públicos y oligarquías de vario tipo? Otra vez, por desgracia, la respuesta es trivial.
Ahí donde la relación entre instituciones y sociedad produce (de arriba hacia abajo) rigidez burocrática, impunidad política e ineficacia administrativa, y (de abajo hacia arriba) desconfianza en las instituciones, reverencia fingida y temor real, el mercado se reduce a una pobre caricatura de un capitalismo que sólo puede producir lo peor de sí mismo.
El silogismo es prácticamente inevitable: sin mercado no hay riqueza; sin un Estado socialmente creíble y administrativamente eficaz no hay mercado. Contra las corrientes más doctrinarias del liberalismo económico de la actualidad habrá que recordar lo obvio: Estado y mercado o se construyen simultáneamente o ninguno de los dos lo hace.