La herencia del 68 dejó en los siguientes 30 años un divorcio radical, de principios, entre policía y sociedad. Para el gobierno, el movimiento de 1968 fue pretexto para convertir a las policías en una estructura cerrada, secreta, inconexa y refractaria al cambio político y social. Bucaba fortalecer, desde un aparente apoliticismo, la función persecutoria de ideas, respaldar intolerancias, y contar con un brazo ejecutor del autoritarismo contra el ejercicio de los derechos ciudadanos y para reprimir a las oposiciones.
El nacionalismo estatal y la ``unidad nacional'' se convirtieron en la filosofía para aplastar toda manifestación en contra de la antidemocracia, y la policía quedó al servicio exclusivo de las oligarquías locales. Puesta al servicio de los inteseres del Estado corporativo, se convirtió en adversaria de la ciudadanía y acabó aliándose con el otro enemigo de la sociedad: el hampa.
Mientras más avanzaba el país, más se acentuaba la función intimidatoria de los cuerpos policiacos y se consolidaban sus lazos con organizaciones criminales, con el narcotráfico y la administración de la intolerancia. La policía se convirtió así en instrumento necesario para actuar a discrecionalidad de los políticos en el poder. Esta tendencia, proveniente del gobierno callista, se hizo política de Estado luego del 2 de octubre y del 10 de junio cuando se enfrentó por convicción propia con los movimientos culturales, la intelectualidad progresista, los jóvenes, con todo el sector educativo, vecinos y ciudadanos; a cambio, hizo una alianza sórdida con la corrupción periodística (juntos edificaron la nota roja que va de Alarma! hasta los noticieros actuales de TV-Azteca y Televisa); estableció un sistema de influencias, una pirámide para el recaudo de la extorsión y se aplicó la impunidad para unos y la represión para otros. Las memorias de Alfonso Corona del Rosal ofrecen la confesión de todos, aun la de Luis Echeverría; ahí están dichos y firmados los motivos del gobierno para justificar la represión más cruenta, de donde surgió la institución temida, oscura, corrompida que encontró el nuevo gobierno y la ciudadanía el 5 de diciembre.
El proceso democrático debe asumir el reto de cambiar e introducir a la policía al proceso general de transición. Mal haría el gobierno en no reconocer que la policía es ahora su responsabilidad y de los sectores progresistas que votaron por el cambio; no reconocer el reto sería coincidir con los intereses de la corrupción que para sus fines necesitó de una policía odiada y segregada. Si ciudadanos y gobierno quieren un cambio, deben reestablecer con la policía vínculos sociales, políticos y comunitarios.
Antes del 5 de diciembre, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) era como un túnel oscuro desde donde se perseguía y se infiltraba a los opositores. El fantasma anticomunista del militarismo sórdido, la herencia de Uruchurtu, Corona del Rosal, Cueto y Mendiolea, Durazo, Martínez Domínguez, vivía placenteramente en la SSP. Con el gran ghetto azul se vivía una relación conflictiva, promovida desde el gobierno y medios de comunicación.
Es tarea del gobierno democrático la conciliación entre policía citadina y ciudadanos; éste sería un golpe contra la delincuencia y la corrupción, pues restablecería la alianza vecinos-policía, y rompería la relación entre cuerpos de seguridad y hampa que así convenía a la ``seguridad del Estado'', porque la alianza ciudadanos-policías ponía en peligro los intereses y el orden de la discrecionalidad, la intolerancia y la corrupción institucional. Hoy el escepticismo puede ser tan dañino como el ejercicio de la corrupción.
En la pasada comparecencia de Rodolfo Debernardi ante la Asamblea Legislativa, la histeria de los medios y de los legisladores del PRI y el PAN no tomaron en cuenta las declaraciones del nuevo secretario de la SSP sobre la necesidad de reestablecer los vínculos comunitarios y el tejido social como parte de una política integral de seguridad, que la Ley de Participación Ciudadana debía ser parte fundamental de un plan integral de seguridad pública, cuyo eje terminaría con la separación entre ciudadanos y policías en barrios, colonias y pueblos de la ciudad. En una revolución democrática, cambiar la esencia de la policía y convertirla en una institución del cambio es tarea fundamental. Eso explica que Debernardi compareciera vestido de civil para discutir libremente. Ahí hay un cambio en la visión de la policía que puede significar el principio del cambio que los ciudadanos esperamos.