No se necesita demasiada perspicacia política para advertir la fragilidad de la situación nacional. Parece como si todo estuviera sujeto con alfileres, a punto de venirse abajo. Hay asuntos que son especialmente sensibles. La ansiada recuperación económica, pongamos por caso, pende del hilo de las finanzas internacionales, pero una nueva caída del precio del petróleo (improbable si hay guerra en el Pérsico) crearía dificultades extraordinarias a la recuperación, con las secuelas de malestar social que son inevitables.
El nuevo contexto democrático todavía no consigue crear la sensación de confianza que los tiempos exigen. La beneficiosa apertura de los medios, en lugar de cancelar la política del rumor suele darle espacios insospechados; temas que debían ser transparentes, por ejemplo el ataque a la comitiva presidencial en Querétaro, se reducen a oscuras maniobras urdidas quién sabe dónde y con qué propósitos; la súbita explosión xenofóbica en torno a Chiapas introduce en el enrarecido ambiente del conflicto un inesperado elemento perturbador que no allana el camino al diálogo. Política y delito hallan vasos comunicantes inconcebibles, como en Morelos. Pero no es el único caso. Un periódico sin prestigio en Washington golpea al secretario de Gobernación y aquí se produce un pequeña airada tormenta de irritados desplegados. Los ejemplos se repiten, dejando ver que hay en la coyuntura, detrás del juego normal de los partidos y las instituciones, un trasfondo de intereses e intenciones no aclaradas contaminando la convivencia democrática. Inseguridad más incertidumbre resultan una combinación peligrosa, pero esa es, ni más ni menos, la mezcla que nos estamos recetando cada día.
La política, ensimismada en la libertad recién adquirida, parece no admitir otra racionalidad que la derivada de la más descarnada lucha por el poder. Todo se vale o así parece. La sucesión presidencial domina la escena, determina acciones y actitudes.
La polarización es el signo que de nuevo comienza a imponerse en la vida pública. El abogado Burgoa, por citar un caso memorable, dice lo que muchos piensan en la altas esferas pero no se atreven a decirlo y, a su modo, el zapatista Ezequiel resume en una frase lo que muchos temían o deseaban. Si conceder una coma es ceder demasiado, ¿qué esperanzas tenemos de afrontar en serio los retos que la desigualdad, el racismo o la pobreza extrema nos plantean? ¿Cómo salir de la crisis planteada por el zapatismo sin propiciar un clima de tolerancia y respeto mutuo? Las respuestas son obvias. Por más difícil que les parezca a muchos (o innecesario) es preciso volver a buscar nuevos consensos entre las fuerzas fundamentales del país. No se trata, por supuesto, de volver a los viejos pactos que la historia ha enterrado, pero sí de reiterar fines, principios, valores que den sentido a la acción pública. Confiar ciegamente en el libre juego de la política para reconstruir la confianza, es tanto como creer que el libre juego del mercado abolirá la pobreza y la opresión. Todavía es tiempo.