En 1968, ante un conflicto de significado irrisorio (un enfrentamiento callejero entre policías y estudiantes) el gobierno hizo un despliegue totalmente desproporcionado de fuerzas militares. La tropa intervino en varios recintos de la Universidad y se sembró así la semilla del movimiento estudiantil del 68.
Vino enseguida una huelga estudiantil que se extendió a numerosas instituciones educativas y, después de varias demostraciones callejeras, la noche del 27 de agosto, la tropa reapareció reprimiendo a los estudiantes en el Zócalo.
En los días siguientes, soldados vestidos de civil participaron en actos terroristas contra diversas instituciones educativas (El Colegio de México, la Vocacional 7, la preparatoria 4, etcétera) y, el 18 de septiembre, numerosos contingentes militares tomaron por asalto la Ciudad Universitaria, creando con ello una atmósfera artificial de violencia e inseguridad en el Distrito Federal. Finalmente, el 2 de octubre, contingentes de militares avanzaron, sin previo aviso, contra un mitin estudiantil pacífico que se realizaba en Tlatelolco y fueron recibidos a balazos por policías y militares vestidos de civil (Batallón Olimpia) que dispararon con armas de distintos calibres desde el edificio que los estudiantes usaban como tribuna.
Así se consumó la masacre de Tlatelolco en la que oficialmente murieron aproximadamente 30 civiles y dos soldados, aunque se presume que ahí perecieron muchas más personas.
Con esta funesta actuación se cerró un ciclo histórico. En lo subsecuente, el gobierno procuró excluir a los militares de acciones represivas de carácter conspicuo e hizo que las fuerzas armadas realizaran numerosas acciones de beneficio social como campañas epidemiológicas, acciones de emergencia ante desastres naturales, etcétera. No obstante, entre 1970 y 1971 un grupo de militares encabezados por el coronel Díaz Escobar entrenó al grupo paramilitar Los Halcones, que atacó, el 10 de junio de 1971, una manifestación estudiantil. En esa acción fueron asesinados aproximadamente 50 estudiantes.
El Ejército intervino de nuevo, aunque de manera no abierta, en el combate a los grupos guerrilleros urbanos y rurales de los años 70 (la guerra sucia). En el periodo siguiente se siguió involucrando al Ejército en problemas típicamente civiles, como la lucha contra el narcotráfico y fue sólo hasta 1994 que el Ejército volvió a tener una actuación políticamente conspicua, al enfrentar la rebelión del EZLN.
Su intervención inicial, perfectamente legítima y legal, puesto que en este caso la nación estaba enfrentando una rebelión armada, se convirtió con el tiempo, sin embargo, en objeto de polémica al denunciarse repetidos abusos de militares contra la población civil.
Dicha polémica volvió a encenderse a raíz de la matanza de Acteal. He aquí una apretada relación de hechos, con la cual pretendemos subrayar el efecto funesto de la intervención de militares en actos de represión política y en funciones sustitutivas de la policía.
Esta desviación funcional podría ser corregida, tal vez, atendiendo conceptos como los que usó el lunes pasado el actual titular de Sedena: ``Las armas son para mantener la integridad de la nación; quienes pretenden vulnerar la legalidad con las armas merecen censura y los militares deben honrar su formación castrense respaldando la ley, la democracia y las instituciones.''.