Jordi Soler
Lentes de ballena

Una vez muerta la ballena, el arponero y sus secuaces, dirigidos por el capitán, tenían que resolver el problema de extraerle las partes útiles a ese gigante que era, generalmente, más grande que el barco. Amarraban el cuerpo a estribor y se turnaban para espantar a los tiburones que iban decididos a cobrarle a la tripulación el impuesto de un bocado bestial por andar pescando en sus aguas. Para facilitar las maniobras, el arponero que la había matado practicaba uno de los actos más resbalosos de la marinería: brincaba de la proa de la lancha ballenera al lomo del animal, con el noble objetivo de introducirle en el surtidor, o en cualquier otro orificio de su preferencia, el garfio con cuerda que serviría para remolcarlo.

El arponero cumplía con su encomienda jabonosa, debidamente amarrado de la cintura, por una cuerda que llegaba hasta la cintura del colega que ocupaba el puesto de primer remo. Si el arponero se iba al agua, era probable que se llevara a su compañero. Así, el capitán del Pequod (el barco ballenero más famoso de la literatura), se aseguraba de que el ``primer remo'' haría su mejor esfuerzo para mantener de pie al arponero.

Los marineros cultos despegaban de la superficie resbalosa de ese cuerpo enorme un pedazo de la primera capa de piel que era una película fina y transparente. Si no lo hacían rápido, la reacción con la grasa de la ballena acababa con la película y con sus encantos. Un pedazo de esta piel delgadísima podía convertirse en un generoso aditamento literario: un pedazo recortado en forma de rectágulo servía como separador para las hojas de un libro y además, si se colocaba encima de las letras, podía utilizarse como lente de aumento.

Este aditamento podría ser la clave para conseguir un círculo virtuoso literario. El Pequod es el barco del capitán Ahab que navega desde 1851 por las páginas de Moby Dick, y el círculo virtuoso podría formarse leyendo, con la ayuda del rectángulo transparente, la novela de Melville.

Si encontráramos el rectángulo separador de libros que, en medio de la trifulca arrancó Ismael (el personaje narrador de la novela) del cuerpo de la ballena y leyéramos con este un ejemplar de Moby Dick, multiplicaríamos las virtudes del círculo; sería tanto como leer la historia del cetáceo, a través de la ballena.

Un pueblo del norte de Japón resuelve el problema del hambre comiendo carne de oso. Sale una tropa armada con rifles y matan el número necesario de animales. Ahí no hay barco ni arponero con oficio resbaloso, pero transportar el espécimen debe ser, como en el caso de la ballena, una labor titánica. Cuando el oso caído deja ositos desprotegidos, los cazadores se los llevan y los engordan en una zona de corrales que han dispuesto en el centro del pueblo. Los animales crecen mimados por las personas y no es raro encontrarse con un trío deambulando por la calle principal, entre la multitud. Cuando alcanzan el tamaño suficiente son sacrificados para alimentar a la población que los crió durante tantos meses. El plan parece justo, si descontamos que la gente mata y los osos mueren. Pero estos japoneses han ideado un sistema para que los animales no sufran psicológicamente antes de morir, para que no se hagan esta pregunta obligada: ¿para qué me salvaste si pensabas matarme? El día del sacrificio, se organiza una gran fiesta en la calle; entre las bandas de música y los cohetones, los niños lanzan, durante unos minutos, dardos de juguete a los osos, preparan el terreno emocional para que los francotiradores puedan disparar sus dardos envenenados, sin ningún tipo de remordimiento, porque el oso muere jugando.

Cerca de este pueblo, unas páginas más al sur de la novela El hombre solo, de Bernardo Atxaga, aparece un tipo de apellido Ugarte que, en el umbral de una entrevista en televisión, sostiene que es capaz de distinguir a aquellos que salen a cuadro sin haber ido previamente a orinar. ``Parece que si no lo haces --dice Ugarte-- luego se nota mucho en la cara''. Y consecuente con su teoría avisa: ``¡Señoras y señores, yo voy a mear!''

Unas cuantas páginas al oeste, Carlos, el protagonista, se encuentra en la cena frente a Beatriz, una mujer que le gusta tanto que lo intimida y lo hace sentirse bajo una especie de hechizo. Una idea le pasa por enfrente, queda suspendida un instante sobre su plato y luego desaparece: ``¿por qué no romper el hechizo de aquella mujer dándole una bofetada?''

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