El ultraconservador ex obispo y ex revolucionario Talleyrand sabía, por experiencia, que ``con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse encima'' pues eso, además de incómodo, es peligroso.
Es evidente, en efecto, para quien quiera pensar, que un aparato estatal ``duro'' como las dictaduras militares en todas partes del mundo, con sus fondos para reptiles (la prensa vendida), sus odios racistas y xenófobos y la violación constante del pacto social cristalizado en las Constituciones, no fortalece al Estado sino que lo debilita.
En efecto, un Estado es fuerte cuando cuenta con el consenso de las mayorías y no es rechazado por éstas (sin que importe mucho si el repudio resulta impotente debido a la represión o a la momentánea desorganización que impide imponer por completo la vigencia de la legalidad). La opresión, la represión, la violencia del Estado no crean ni legitimidad ni estabilidad. La dominación basada en la aceptación por los dominados de valores compartidos con los dominadores (como la democracia, por ejemplo) dan, en cambio, estabilidad.
Italia lo comprendió cuando al separatismo independentista siciliano o tirolés le respondió con la propuesta de la autonomía, del reconocimiento de los derechos locales y con la creación de un Estado que estableció la unidad de las diversidades (Cerdeña, Aosta, Tirol, Sicilia). Francia no lo entendió con Córcega y el resultado no sólo pone en cuestión la unidad francesa (ante un separatismo fuerte) sino también la estabilidad política (ante el terrorismo mediante el cual éste pretende imponer la independencia). Inglaterra está empezando a comprenderlo, después de haber tratado a Irlanda del Norte a sangre y fuego y España está dejando de hacerlo, con los consiguientes problemas con los vascos, la mayoría de los cuales no acepta la política de ETA pero tampoco quiere que les quiten autonomía.
Esta no quiere decir ruptura del Estado sino que, casi siempre, es sinónimo de integración real en el mismo, por primera vez, de quienes jamás fueron ciudadanos sino meros súbditos o colonizados interiores, aunque fuera de lujo, como los catalanes. Autonomía quiere decir consenso, vigencia de la democracia, reconocimiento del carácter multiétnico y multicultural de todos los países, sobre todo en la época de la mundialización, donde se crean macrorregiones que incluyen partes de diversos Estados y en todos éstos circulan inmigrantes, capitales e ideas ``extranjeras''. El derecho a hablar en la lengua propia, de decidir sobre la propia localidad, de establecer las propias necesidades, de elegir libremente las autoridades, de reconstruir la unidad territorial antes trazada artificialmente y de forma antidemocrática, es esencial para tener Estados sólidos, basados en el consenso. La negación de los derechos autonómicos y de los derechos democráticos, el tratamiento de la cuestión social como si fuese un problema de orden policial lleva, por el contrario, a crear Estados duros pero rígidos y frágiles y a concentrar todas las contradicciones sociales, tornándolas así explosivas.
En plena mundialización de las comunicaciones y de la economía, no se puede proponer ya, en el plano estatal, un encierro decimonónico. América Latina, nos guste o no, es un problema interno de Estados Unidos. Tailandia o Indonesia son, a su vez, un problema nuestro y no sólo en el campo económico, ya que la libertad es mundial e indivisible, la economía es política y las dictaduras, en la mundialización, a la vista de todos, son una afrenta para cualquier demócrata en cualquier parte del mundo. No es sensato entonces, como lo hacen en Chile los pinochetistas, tratar de romper el espejo que refleja en el mundo la imagen del país aunque sea con deformaciones: es mucho mejor cambiarla, comprendiendo que lo contrario es inútil y, para colmo, irracional y anacrónico.