En El juego (The game), el realizador estadunidense David Fincher (Alien 3, Seven) combina el thriller y la visión futurista para describir la pesadilla del empresario Nicholas Van Orton (Michael Douglas), un hombre arrogante y aburrido, insolentemente rico, incapaz de sobrepasarse al trauma de haber asistido de niño al suicidio de su padre. El día de su cumpleaños número 48, Nick recibe de su hermano menor, Conrad (Sean Penn), el regalo de una invitación a participar en El Juego, misterioso entretenimiento de una élite ávida de emociones nuevas.
En un principio todo sugiere el goce virtual de experiencias novedosas y excitantes, como lo que en los años 70 proponía la cinta de Michael Crichton, Oestelandia (Westworld, 1973) en su idea de un parque de diversiones que ofrecía a las personas el cumplimiento de sus fantasías más íntimas, hasta el momento en que se perdía el control de la maquinaria de gratificaciones instantáneas y comenzaba la pesadilla colectiva. Otras visiones de paranoia futurista fueron Rollerball (Jewison, 1975) y Cuando el destino nos alcance (Soylent green, Fleischer, 1973). David Fincher, sin embargo, sitúa su historia en la época actual, en el distrito financiero de la plácida ciudad de San Francisco, y sólo añade un leve toque futurista al sugerir que la pesadilla de hoy prefigura la realidad de mañana.
Nicholas Van Orton es el hombre al que absurdamente persigue una organización secreta, ubicua, todopoderosa, y que vive el terror de verse desposeído de sus bienes y sicológicamente trastornado. Hay en la cinta huellas del cine de Hitchcok, en particular de Intriga internacional (North by northwest, 1959) o del estupendo film noir de Rudolph Maté, D.O.A, Death on arrival (1950), con su noción de una cacería humana y su crónica de la desintegración anímica del protagonista. Los guionistas John Brancato y Michael Ferris (autores también de La red, Winkler, 1995) han querido, sin embargo, ir todavía más lejos, dejar atrás interpretaciones clásicas, como la hipótesis de una conspiración política, e incursionar en el terreno de la alucinación, borrando la línea divisoria entre realidad y fantasía. ¿Quiénes participan en el juego? ¿Por qué se suicida el padre de Nick? ¿Quién es en realidad la joven Christine (la fascinante Deborah Unger de Crash, Cronenberg, 1996)? Cuando la película comienza a revelar algunas claves, el espectador intuye que dicha revelación es también parte del mismo juego de engaños y salidas falsas. Y esto sucede así una y otra vez, en una construcción narrativa maliciosa con un estupendo trabajo musical de Howard Shore.
El tema central de El juego es la paranoia individual como reflejo de miedos colectivos, viejo en Hollywood, y sus vertientes pueden ser políticas (anticomunismo visceral) o sicológicas (cine de horror, culto al gore, metáforas del cine fantástico). Fincher conduce bien la cinta, pero sus propuestas finales, en particular su desenlace apresurado y absurdo, le resta fuerza al extravío alucinatorio. Si a ello se añade una ingenua parábola moralista (los ricos también sufren, pero al final algo aprenden), la cinta se vuelve una experiencia un tanto frustrante. Lo que prometía ser una incursión en el terreno de lo verdaderamente irracional (al estilo de El resplandor, de Stanley Kubrick, 1980) o de la paranoia total y el acoso imaginario (Secuestros de cuerpos, de Abel Ferrara, 1996), se queda a mitad del camino, sin desarrollar los aspectos más inquietantes de su trama, entre los que destaca una escena donde un presentador de noticias en la televisión se dirige de pronto a Nicholas en su propio hogar llamándolo por su nombre y se pone a conversar con él. El juego llega a ser así una suerte de actualización, en tecnothriller, de algún episodio de la vieja serie televisiva Dimensión desconocida (Twilight zone), una exploración un tanto superficial de paranoias nuevas en la era cibernética.