En Guadalupe Tepeyac, retorno fugaz ante la visita de observadores
Hermann Bellinghausen, enviado, Guadalupe Tepeyac, Chis., 21 de febrero Ť Después de mil 25 días de exilio, vuelven a pisar las calles que fueron su pueblo. Una desolación tan rápida. Este es apenas el tercer febrero desde entonces, y ya la ruina y la desolación no podrían ser mayores.
Doña Esperanza, con su nieta Lorena a la espalda, en un rebozo, se para enmedio de un cascarón de casa. Nomás tiembla. No hay muros, sólo las columnas de un techo precario pero aún no derrotado.
A su lado María, tapada del rostro con un paliacate igual que doña Esperanza, se dirige a los cerca de 30 observadores europeos de la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos que las rodean, atentos, tratando de mantenerse en pie sobre la maleza, los rastrojos y los trozos de algo: un molino, un muro, una montura, un vestido ya sin color, una cabeza de muñeca, un plato roto:
--Aquí vivíamos 12 personas. Diez niños y dos adultos.
La que fue cocina, irreconocible, es un montón de palos y palma podrida que transitan inmensas hormigas.
Lorena ya no nació aquí. Es hija del exilio. Pero aquí quedan, totalmente desvencijadas, las casas donde nacieron El Yoni, Chelita, Eva, Heriberto, Dolores, Rosi, Esaú, en el que solía ser el orgulloso pueblo de Guadalupe El Tepeyac.
Su hogar, barrio de judiciales
Esta mañana descienden de un microbús, a mitad del pueblo, siete mujeres y ocho hombres de rostro cubierto, además de Lorena, que no. Van a dar las 8 de la mañana y está todo inesperadamente húmedo, como después de un excesivo sereno en plena seca. Topan con una cerca de púas que bloquea el acceso al patio de la que fue una escuela y hoy es el ``barrio'' de los judiciales federales y la cancha de basquet de la tropa federal que habita en todo el rededor del pueblo muerto.
Porque como pudieron constatar hoy los observadores, los asentamientos del Ejército federal prácticamente rodean la que fue la comunidad. Incluso cerca del giboso pico del cerro Tepeyac, emblemático del sitio, brillan los plásticos negros de una barraca.
--Como pueden ver: las trincheras --señala Isaac hacia la hondonada que separa el pueblo de la colonia y puesto de mando de la zona militar.
--Tienen el pueblo sitiado. Destruyeron todo el terreno que habíamos construido para el café, y lo hicieron cuartel --prosigue, y señala hacia el gran caserío, flamante y limpio, negro y verde olivo. De las torretas y los puestos de vigía decenas de soldados atisban, expectantes, la aparición de los anteriores pobladores, que hasta eso no resultan fantasmales, sino bastante concretos.
--Eran 160 hectáreas de pueblo, y 5 mil hectáreas de cultivo de nuestro ejido --y ennumera Humberto: maíz, frijol, café, caña, naranja.
--Ora no se puede caminar allí --advierte en redondo Isaac-- porque pusieron trampas cazabobos los soldados.
A lo lejos se ve una patrulla de a pie, equipada con grandes mochilas y con casco, que camina hacia la espesura y se pierde en la maleza de una excursión, en tanto se apersonan 15 campesinos del pueblo que recibió un castigo ejemplar por parte del gobierno y hoy viven en las montañas. Este era un centro poblacional con buena infraestructura, casi urbano (y no por el hospital grotesco que ocupa las faldas del Tepeyac). Casas de material, sistemas de agua entubada, corriente eléctrica. Hoy son un baldío de edificaciones sin muros y una maleza selvática casi por completo infranqueable.
Sólo resultan accesibles los cascarones de casa que, a decir de los campesinos, usan los soldados ``para el servicio con las prostitutas'' que, por temporadas, aparecen por acá. Dentro del que fue un dormitorio familiar, un muro reza --con spray-- la palabra sex.
Arrancaron las puertas, los marcos y las ventanas, y ahora están tirados por ahí, o sencillamente desaparecieron porque alguien se los llevó.
Se oyen a lo lejos las voces de los militares, quienes hablan sobre la comisión civil que ven. Como se oye mal, es difícil saber si hablan para ser oídos por los observadores y los indígenas, o si hablan entre ellos nada más.
Los europeos adaptan su italiano o su griego moderno al castellano y hacen preguntas puntuales. Toman fotos y notas.
Una casa tiene volada la tapa de los techos, que yacen a unos metros. Dice Jonás, señalando a lo alto de los muros.
--Quitaron los morrillos para que sirvieran de trincheras. Dejaron pues los techos desclavados.
El exceso de vegetación confunde los límites de los predios. Por todas partes hay trapos, basura de papel, charcos y podredumbre. Un horno semidestruido y sobre él un bote vacío y desteñido de Royal para el pan.
El edificio de tres alas que primero fue ``el DIF'', y luego taller de costura, sala de juntas y cocina de las bases de apoyo zapatistas, se encuentra abrumado de arbustos, al grado de ser un inaccesible acahual al que sólo a punta de machete se podría entrar.
Ricardo, un hombre joven, lleva húmedos los ojos que le asoman por el pasamontañas. El y los otros recorren más casas.
--Aquí guardábamos la herramienta de los carros y la gasolina --señala Isaac, quien en aquel entonces era chofer de uno de los carros de propiedad ejidal, (igual que el pueblo y las tierras). Le encantaba su trabajo, así que no oculta la nostalgia. Donde hoy vive entre los cerros sólo hay camino para las mulas. Pero sigue labrando estupendas tiradoras de palo rayado para sus hijos y hasta para vender, aunque de chofer y mecánico, ya nada.
Produce cierta frustración entre los indígenas no poder llegar a la que fue su ermita, destruida como todo lo demás. Y les quedan a faltar casas por visitar. Lorena va despierta, mirando desde las brumas de su primerísima infancia un paisaje incomprensible, que le resulta indiferente. Los adultos en cambio (cuatro o cinco, viejos, el resto jóvenes) conducen a los observadores con estupor y una especie de dura tristeza que se esfuerzan en compartir con los visitantes que los protegen.
Les habían contado, pero es la primera vez que caminan con sus propios ojos el ``viejo'' Guadalupe Tepeyac desde que fueron echados al exilio interior, en un peregrinaje por cuatro pueblos ajenos, hasta su actual asentamiento en tierras prestadas. Ellos siempre dicen que esperan volver al suelo que les pertenece, con todas las de la ley.
Reconstruir este cochinero para ellos sería fácil. Qué más quisieran. Son un pueblo al que le encanta construir pueblos. Llevan tres en pocos lustros, y han colaborado en la erección de dos Aguascalientes. Y si de éste quedan todavía buenos cascarones, es porque los hicieron bastante bien en su momento.
Ha de ser por eso que, pese a todo, estas sucias ruinas conservan, intacta, una su dignidad.