La Jornada domingo 22 de febrero de 1998

Emilio García Riera
Historia documental del cine mexicano

Agradezco mucho los violentos ataques a mi modestia que acaban de cometer personas de gran mérito. Ahí es nada, como decían los antiguos: dos escritores, un pintor y un cineasta extraordinarios. Claro: si Krúpskaya declaró a Lenin, después de la toma del Palacio de Invierno: ``Para mí sigues siendo el Volodia de siempre'', yo veo sobre todo a mis amigos de siempre en quienes ya gozan de muy justos reconocimientos nacionales e internacionales: a Vicente Rojo lo conozco desde hace cosa de medio siglo; a Carlos Monsiváis, a Alvaro Mutis y a Arturo Ripstein, por ese orden, desde hace más de 35 años.

Además, me consta que los cuatro han leído toda o casi toda una obra, como la Historia documental del cine mexicano, que puede ser definida de bastantes maneras, pero no como un breviario. Eso me halaga por sí sólo muchísimo más que ciertos elogios denotadores de cuánto abruma e inhibe la cantidad. Cuando uno asesta 18 tomos de lo que sea, puede estar listo a desconfiar de quienes cometen el frecuente lapsus de llamar monumental una historia que se contenta con ser documental. Hace poco, un crítico ha calificado mi trabajo de titánico en honor a la reciente moda de los trasatlánticos hundidos, pero al mismo tiempo lo ha dado por obra de un historiador español, como si no hubiera yo pasado en México los últimos 53 de mis 66 años de vida, como si no tuviera yo la nacionalidad mexicana y como si fuera necesario ostentar tatarabuelos nacidos en México para cometer la osadía de historiar el cine nacional. Por mucho que haya nacido yo en España, cosa que de ningún modo me aflige, creo haber ganado el derecho a ser visto como un historiador mexicano. Parece mentira que esos asomos de chovinismo se produzcan en un país que debe las vibrantes notas de su himno patrio a un músico bastante más catalán que Vicente Rojo y que yo.

También hay quienes insisten en ponerme el mote de historiador oficial, como si me hubieran dictado desde Los Pinos las opiniones sobre todas y cada una de las 3 mil 500 películas por mí fichadas. Ya debería estar yo acostumbrado a ese tipo de necedades. Hace 42 años, al iniciarme en la crítica de cine profesional, gracias a Vicente Rojo por cierto, fui acusado (entre comillas) de español y comunista (aún no se estilaba reprobar lo oficial) por los ``cronistas de estrellas'' de la época, que defendían con furor, fervor y vigor la compatibilidad del periodismo con la ignorancia supina y con la incultura enciclopédica; quienes me atacan ahora han cumplido incluso carreras universitarias, han pasado quizá por la Cineteca o la Filmoteca y presumen impugnadores, aunque ya no saben de qué, pero no les veo mayor ventaja sobre aquellos patéticos ratones de redacción que sufrieron el justo flagelo de una revista, Nuevo Cine, bien recordada por Vicente, que la formaba, y por mí, que era miembro de su comité de redacción.

En fin, me perdonarán el desahogo. Ya sé que tiene mucho de ociosa la ponderación de cuán persistente es la tontería humana, pero atacarla de cuando en cuando alivia el espíritu y ayuda a la buena digestión.

Otra objeción, la de haber sujeto mi examen de la historia del cine mexicano a 1976, ha resultado no sólo injusta, sino apresurada. Injusta, porque uno tiene derecho a poner un límite al campo de su estudio; apresurada, porque ocurre que he decidido continuar la historia, de 1977 en adelante, y hasta donde pueda, en colaboración firmada con Moisés Viñas, que me ha cedido una invaluable documentación básica, y con Yolanda Campos, avezada exploradora de hemerotecas y otras fuentes necesarias a la investigación. Por eso, ya me tienen ustedes viendo de nuevo unas dos películas diarias, allá en Guadalajara, con un empeño que quizá algunos crean dictado por el masoquismo, pero que obedece más bien a una curiosa variedad de la sed de absoluto. Me felicito de que esa sed, frecuente en el ser humano, resulte en mi caso inofensiva y quizá útil; a otros, la sed de absoluto llega a exigirles el peregrino y temible deber de poner al mundo patas arriba para que el dudoso hombre nuevo del mañana se beneficie con el sacrificio del de hoy.

A propósito de esos afanes cargados de razón y de buena conciencia, debo confesar que he criado una invencible antipatía por casi toda la crítica de cine, incluida la que yo solía escribir de más joven. En un terreno tan transitado por la estupidez y la vileza como lo es el del cine, no resulta demasiado difícil tener razón, y pocas cosas alejan más del gusto por la verdad que las envanecedoras victorias de la razón, victorias muchas veces contingentes y aleatorias. Por fortuna, quedan las películas para probarse más saludables y más interesantes, aún las peores, que la inmensa mayoría de los juicios emitidos a su propósito.

He escrito la historia no tan movida por el impulso de juzgar las películas, asunto de razón y de soberbia, como por el de documentarlas, asunto de verdad y de humildad. Y puedo resignarme ante el hecho de morir yo mismo algún día, pero no a la muerte de la historia que he empezado, puesto que sigue y seguirá vivo el objeto de su examen: el cine mexicano. No debe identificarse la vida de ese cine con la de una vieja industria cargada de vicios y achaques. Esa industria, la de los cien churros anuales, parece en efecto bien muerta, pero la vida del cine es sobre todo la de los cineastas, como la vida de la literatura es la de los escritores y la vida de las artes plásticas la de los artistas, aun sin desconocer que el cine precisa mucho mayor base económica e industrial que las otras disciplinas mencionadas. Y como ocurre que en México no languidece la vocación de hacer cine, sino todo lo contrario, puede darse por seguro que el cine vivirá por largos años una existencia a veces precaria y otras no tanto. Una existencia, además, enriquecida por una diversidad de modos de administración que la liberan de una sola vía, la teatral, la de las salas con butacas, que privó durante tantos años. La televisión, los casetes y aun la computación han dado ya una clara idea de esa diversidad que tiende a garantizar una larga vida al arte cinematográfico. Creo que también podrá suponérsele una larga vida a la Historia documental del cine mexicano si se piensa que no sólo sus próximos coautores, Yolanda y Moisés, son bastante más jóvenes que yo, sino también quienes quizá participen de su coautoría en el futuro, como Eduardo de la Vega, Jaime Larios, Lillian Meneses, Guillermo Vaidovits, Angel Miguel y mis otros colaboradores en lo que va del trabajo. Además, ya irá saliendo más gente valiosa. He contado incluso con un colaborador gratuito y excepcional: Alberto García Macías, agricultor zacatecano que no tiene en su rancho ni aparato de tv ni casetera, pero es dueño de una espléndida memoria de cinéfilo que le ha permitido enviarnos una gran cantidad de datos puntualizadores, como consta en el tomo 18. Un caso como el suyo certifica que la vocación de historiar el cine mexicano ha resultado tan fuerte como la de hacer ese propio cine y como la muy agradable voluntad de prestar a esa tarea apoyos institucionales: me refiero a los apoyos editoriales de la Universidad de Guadalajara, Conaculta, la Secretaría de Cultura del gobierno de Jalisco y Conacine, y a las estimables ayudas de la Filmoteca de la UNAM y la Cineteca Nacional.

Si la Historia... sigue y sigue, y si voy a parar al cielo de los cinéfilos, curioso lugar lleno de proyectores, pantallas, aparatos de tv, caseteras, moviolas, stills, carteles, filmografías y copias al fin rencontradas de viejas películas de Murnau, quizá me esperan allí inquietudes como las que me han obsedido en vida, o sea, como la de comprobar, por ejemplo, que faltan en una ficha los nombres de los personajes interpretados por Rafael Falcón y Matilde Palou. Pero me permitiré parafrasear a don Alfonso Reyes: entre todos los sabremos todo.

Muchas gracias.