La Jornada Semanal, 22 de febrero de 1998
Hace unos días murió Cornelius Castoriadis, uno de los pensadores más influyentes de nuestros días. En su obra, Castoriadis no se limitó a reseñar las contradicciones del socialismo real y llevó sus interrogantes a los valores de la sociedad occidental. Conrado Tostado, quien fue su alumno en el Seminario , hace una semblanza del autor de La institución imaginaria de la sociedad. Publicamos también un texto de Castoriadis sobre los retos del futuro.
En 1983, Castoriadis traducía y comentaba el ``Discurso fúnebre'' de Pericles, en particular el pasaje donde se pregunta por qué murieron aquellos ciudadanos atenienses en combate y responde, según éste: ``Vivimos en y para la belleza con sencillez, en y para el razonamiento -o la interrogación razonada- sin desmayo.'' Aquellos ciudadanos, añadía Castoriadis, entraron en batalla por amor a su manera de vivir, a la democracia, algunos de cuyos objetivos -y razones- definía Pericles con aquellas palabras, que para Castoriadis eran la respuesta y a la vez el enunciado de una de las preguntas que frecuentaba y que más me conmovieron a lo largo de los cinco años que asistí a su seminario (el cual, en uno de sus aspectos más urgentes, se podría ver como una Defensa de la política -título que sugerí para una antología inédita de sus ensayos-, entendida como duda y recreación del sentido de la institución social y no como esa actividad, a la vez burocrática y falsamente técnica, de administración y lucha por el poder, a la que se ha reducido); Castoriadis se preguntaba, repito, si los valores políticos bastarían por sí mismos para que los individuos desearan la democracia; si no serían necesarias metas más allá de ellos, como las que refería Pericles. En otras palabras, si la democracia era deseable o necesaria porque resultaba la única manera de hacerÉ ¿qué? -y aquí, cada sociedad tendría que volver explícitos sus propios fines. Pues se puede crear riqueza o bienestar, por ejemplo, bajo un régimen despótico. Por lo demás, en otros momentos de sus ``elucidaciones'', como optó por llamarlas, Castoriadis se preguntaba si el ``bienestar'', si los placeres de la vida privada, eran un objetivo digno para la vida. Vivir ``en y para'' la belleza sin amaneramiento, ``en y para'' la búsqueda razonada y sin desmayo de la verdad fueron, sin duda, algunos de los sentidos de la vida de Cornelius Castoriadis.
Por fatiga o cinismo, irresponsabilidad o falta de imaginación, las palabras ``belleza'' y ``verdad'' han caído en descrédito; además, debo decir que raras veces se encuentran en sus escritos -prefería expresiones como ``presentación del abismo''-, y que ahora las asocio con dos momentos enigmáticos de su seminario: a lo largo de meses reflexionó sobre el sentido de la tragedia griega; el silencio que seguía a sus exposiciones siempre resultaba embarazoso (``¿Por qué no comentan ni preguntan? ¿Todo está demasiado claro? ¿O demasiado oscuro?''), al grado que, cuando comenzó a llevar su grabadora, no eludí la humillante impresión de que ese aparato nos sustituía y en ciertaÊocasión le pregunté, de un modo rudimentario: ``Nos podemos equivocar sobre el sentido de una tragedia, ¿no es cierto? Se han escrito bibliotecas enteras acerca de ellasÉ'', ante lo cual arrugó su frente y gruñó: ``Sí, claro. Pero nunca nos equivocamos sobre su belleza''; me miró un instante con seriedad, sonrió y me devolvió la pregunta: ``¿De verdad? ¿Podemos percibir su belleza sin entender su sentido?'' En otro momento, a propósito de lo que ahora provisionalmente llamo ``verdad'', evocó la incomparable experiencia del filósofo a quien, tras arduas meditaciones, ``la cosa le sonríe''.
Siempre reflexionó y actuó* en contra de algo, para abrir el camino, en las ideas y en la práctica, a la autonomía individualÊy colectiva; para afirmar y esclarecer el concepto de ``creación'' -y sobre todo, de ``autocreación''-: de hecho, su último libro, donde recogería lo esencial de su mirada sobre la psiquis y lo social-histórico y que tal vez dejó inconcluso, se habría llamado La creación humana. Y ese ``algo'', en la mayoría de los casos, fue el ubicuo determinismo -cuya última versión en Occidente la proporcionó el racionalismo, marxista o freudiano, estructuralista o lacaniano, para mencionar algunas corrientes que le tocó enfrentar en lo inmediato y antes que muchos otros pensadores-; es decir, una de las maneras -otra es la religión- de ocultar la autocreación del ser y justificar lo que él llamó ``heteronomía'': la sujeción del hombre, en lo social-histórico, a una ley que siendo producto suyo, cree invariable y ajena a una comprensión, en el campo del pensamiento, exterior a las cosas y por lo tanto limitada y banal. En sus últimos años, también fustigó la incapacidad complaciente que dio lugar al ``posmodernismo'', la ``deconstrucción'' y otras corrientes que hasta hace poco se veían con glamour en las universidades. Más allá de estas polémicas, su obra resulta un antídoto contra la increíble inercia que transformó a la filosofía occidental en un conjunto de ``notas a pie de página'', como acostumbraba decir, del pensamientoÊantiguo -la mayoría de las veces de Platón-, y una defensa de la posibilidad de crear, en filosofía y en política; un remedio contra el pasmo de los filósofos ante sus herramientas, semejante al de los mecánicos que conocen y admiran las piezas sueltas del automóvil, pero renuncian a preguntarse adónde podrían o deberían ir.
Ejerció el psicoanálisis -abrió su consultorio a principios de los años setenta- y la filosofía en sentido estricto; la economía -durante más de una década de desempeñó como economista en la OCDE- y las ciencias ``duras''; el pensamiento político -su crítica al socialismo real o ``sociedad burocrática'', como lo llamó (que data de fines de los años cuarenta y cuyos argumentos fueron retomados abundante y tardíamente, incluso por sus detractores), constituye, quizás, el aspecto mejor conocido de su obra- y la antropología; la sociología y la historia; sin embargo, siempre se llamó a sí mismo, con una mezcla de sencillez y altanería, ``escritor''. No fue un scholar ni, a pesar de todo, un erudito sino un creador riguroso y vigoroso. En medio de una increíble fragmentación del conocimiento, debió defender la coherencia interna de su obra.
En lugar de la manida mesa, en su curso solía dar como ejemplo de ``ser'' una fuga de Bach o alguna otra composición musical -creo que para burlar los prejuicios objetivistas-; además, los estantes de cierto estudio de su departamento, donde me recibió algunas veces, no estaban repletos de libros sino de discos, de allí que en alguna ocasión le preguntara si había escrito algo sobre música. ``¿Música o sobre música?'', inquirió; ``Sobre música'' aclaré, y para mi asombro respondió: ``Hace treinta años que escribo música.'' Nunca, hasta entonces -y creo que hasta ahora-, se habían tocado esas partituras. No he vuelto a oír ni a leer nada sobre ellas y esa noche, más por parálisis ante su personalidad inabarcable que por respeto, guardé silencio.
Al escucharlo, se tenía la impresión casi física de estar ante una fuerza torrencial -un toro, a lo cual contribuía, quizá, su aspecto- que se ejercía con una asombrosa eficacia y ductibilidad. Los antiguos griegos, de hecho, apreciaban la potencia y agilidad de la argumentación de un modo semejante a las luchas de atletas.
Se vestía con simpleza y casi desaliño -alguna vez se rió de eso-. En invierno, llegaba al salón tocado por un gorro de astracán, depositaba en la mesa un legajo de papeles con anotaciones impacientes, hechas con diferentes tintas (por lo general roja) en el reverso de las pruebas mecanográficas de sus ensayos; nos miraba un instante con curiosidad -la mayoría de los treinta o cuarenta participantes tenía cabellos canos y provenía de diferentes disciplinas y ciudades europeas- y rugía un seco ``Bon jour!'' No daba lectura: aquel legajo, formado por todo tipo de papeles, sólo era una guía. Soportaba mal nuestra timidez y vacilación: ``¡Hablen como el apóstol San Pablo!'', nos pidió un día, desesperado. l hablaba con todo su cuerpo, a veces se acodaba con fuerza sobre la mesa y se despegaba un instante de la silla; otras, se detenía para contemplar lo dicho y, con un gesto insólito, se frotaba el lado izquierdo de su fantástica cabeza, escrupulosamente calva, con la palma de su mano derecha y viceversa, los codos al aire.
Tuvo amigos en México. Zoé, su esposa -``en griego significa vida'', me susurró alguna vez Castoriadis, con dulzura-, me dijo que ambos admiraban la ``rapidez y precisión'' del juicio de Octavio Paz. ``¿Conoce al señor Mezza?'', me preguntó a propósito de Julián Meza: ``está en París y creo que le gustaría tratarlo''. Si debiera contar con los dedos de una mano mis días de excepción, uno de ellos sería, sin duda, cuando citó un escrito mío en su curso -raro honor, pues lo hacía poco y, por lo general, para denostar-; al salir me tomó del brazo y con su voz más cálida me dijo: ``Leí su tesis, no quiero hablarle como maestro ni como camarada, aunque lo sea, sino como amigo.'' La última vez que lo vi en París le confesé que me dedicaba, cada día más, a la literatura; su rápida y generosa respuesta me avergonzó: ``Los poetas siempre han visto las cosas antes.'' Y al despedirnos, dijo: ``¡Trabaje fuerte!''
A mediados del año pasado recibí su libro Fait et a faire, con esta dedicatoria: ``De todo corazón.'' Murió la noche del 26 de diciembre de 1997 de un infarto, precisamente al corazón.
Este ``Aristóteles en calor'', como lo llamó su amigo Edgar Morin, sigue siendo un escritor incómodo. Sus lectores resultan heterogéneos y contradictorios: los más activos se cuentan en las universidades norteamericanas; los más interesados fueron los disidentes de los países del Este; de un modo inesperado, el número de sus lectores franceses creció con brusquedad en los últimos años -al parecer, se hartaron del cansancio y del escepticismo-; en España lo frecuentaban militantes de extrema izquierda, y en América Latina sólo se tienen vagas referencias de él -no deja de sorprender que uno de los primeros en comentar su muerte en México haya sido Carlos Castillo Peraza.
* No detallaré su militancia política a lo largo de más de treinta años, durante los cuales se vio, ocasional pero significativamente, perseguido a la vez por comunistas y fascistas (``Fue más fácil escapar de ellos que entender la naturaleza social de la URSS'', dijo); ni el papel que durante quince años jugó ``Socialismo o barbarie'', el grupo de revolucionarios que fundó y orientó hasta mediados de los sesenta, cuando lo disolvió al reconocer la ``complicidad'' de las sociedades occidentales con su opresión; ni la energía con la que en varias ocasiones lo vi actuar en asambleas políticas poco favorables: baste con evocar el breve y desconcertante epitafio de Sófocles: ``Peló como león.''
Entonces, ¿nada cambió desde 1957? Sí, ¡y de qué modo! -y se convirtió en el centro de mis preocupaciones desde 1959. Gracias a una multitud de factores que no tengo por qué volver a analizar aquí (y que en el fondo no explican nada), las actitudes, tanto de los trabajadores como de la población en general, han cambiado profundamente -al menos, es lo que manifiestan. De las dos significaciones imaginarias nucleares cuya lucha ha definido al Occidente moderno: la expansión ilimitada de la pseudo-dominación pseudo-racional y el proyecto de autonomía, la primera parece haber triunfado en todos los campos, y la segunda sufrido un eclipse prolongado. La población se hunde en la privatización y cede el dominio público a las oligarquías burocráticas, administrativas y financieras. Emerge un nuevo tipo de individuo, definido por la avidez, la frustración, el conformismo generalizado (lo cual, en la esfera de la cultura, se llama pomposamente posmodernismo). Todo esto se ha materializado en estructuras pesadas: la carrera loca y potencialmente letal de la tecno-ciencia autonomizada, el onanismo consumista, televisivo y publicitario, la atomización de la sociedad, la rápida caducidad técnica y ``moral'' de todos los ``productos'', ``riquezas'' que, creciendo sin cesar, se escapan entre los dedos. Al parecer, el capitalismo por fin logró fabricar al tipo de individuo que le ``corresponde'': perpetuamente distraído, saltando de un ``placer'' a otro, sin memoria y sin proyecto, dispuesto a responder a todas las solicitudes de una maquinaria económica que destruye cada vez más la biosfera del planeta para producir ilusiones llamadas mercancías.
Me refiero, evidentemente, a las sociedades liberales y ricas (un séptimo de la población mundial). La imagen se complica, pero no se vuelve nada rosa, si se considera al Tercer Mundo (que hasta ahora sólo ha adoptado los peores productos de Occidente) o incluso a los países del Este (donde las admirables luchas por la libertad que se desarrollan actualmente no logran darse ningún objetivo nuevo -lo cual, por cierto, ``se explica'' históricamente, pero no cambia en nada el diagnóstico. Que Polonia o Hungría se vuelvan como Portugal es, desde luego, infinitamente preferible a la situación actual, tanto para los polacos y los húngaros como para todo el mundo. Pero nadie me puede obligar a pensar que Portugal -o incluso Estados Unidos- representa la forma más acabada de la sociedad humana).
Esta situación, por cierto, se ve profundamente amenazada al menos por dos factores. El primero concierne a las consecuencias de la forma presente del capitalismo en la autorreproducción continua del sistema. A largo plazo, los individuos que fabrica la sociedad actual no podrán reproducirla; en otras palabras, cuando todo sea vendible, el capitalismo ya no podrá funcionar. El segundo factor tiene que ver con el límite ecológico que tarde o temprano encontrará el sistema. De hecho, la ``riqueza'' capitalista se compró con la destrucción, ya irreversible -y que continúa a un ritmo acelerado-, de los recursos de la biosfera acumulados durante tres mil millones de años.
Esta antinomia interna y aquel límite externo no ``garantizan'', de ningún modo, una solución ``positiva''. Lo más probable es que, con las poblaciones occidentales tal y como son actualmente, una gran catástrofe ecológica conduzca a un nuevo tipo de fascismo antes que a cualquier otra cosa.
Así llegamos al nudo gordiano de la cuestión política de hoy en día. Sólo una actividad autónoma de la colectividad puede instaurar una sociedad autónoma. Y tal actividad presupone que los hombres adopten fuertemente otra cosa que la posibilidad de comprar una nueva televisión a colores. Más profundamente, presupone que la pasión por los asuntos comunes, por la democracia y la libertad, ocupe el lugar de la distracción, del cinismo, del conformismo, de la carrera al consumo. En una palabra, presupone, entre otras cosas, que lo ``económico'' deje de ser el valor dominante o exclusivo. Este es el ``precio a pagar'' por una transformación de la sociedad. Digámoslo más claramente aún: el precio a pagar por la libertad es la destrucción de lo económico como valor central, y de hecho, único.
¿Es un precio muy alto? Para mí, ciertamente no: prefiero infinitamente ganar un nuevo amigo que un nuevo coche. Preferencia subjetiva, sin duda. Pero ¿''objetivamente''? Cedo con mucho gusto a los filósofos políticos la tarea de ``fundar'' el (pseudo)consumo como valor supremo.ÊPero hay algo más importante. Si las cosas siguen su carrera presente, de cualquier modo tendrá que pagarse ese precio. ¿Quién cree que, con el ritmo actual, la destrucción de la Tierra pueda durar un siglo? ¿Quién no ve que se aceleraría aún más si los países pobres se industrializan? ¿Y qué hará el régimen cuando ya no pueda sujetar a las poblaciones suministrándoles constantemente nuevas chácharas?
Si el resto de la humanidad debiera salir de su insostenible miseria y si la humanidad entera quiere sobrevivir sobre esteÊplaneta en un steady and sustainable state, tendrá que administrar los recursos del planeta como buen padre de familia, dominar radicalmente a la tecnología y a la producción, aceptar una vida frugal. No he vuelto a hacer los cálculos, que de cualquier modo estarían plagados de inmensos márgenes de incertidumbre. Pero, para darnos una idea, podríamos decir que ya sería bastante si pudiéramosÊasegurar ``indefinidamente'' a todos los habitantes de la Tierra el ``nivel de vida'' de los países ricos en 1929. Lo cual puede ser impuesto por un régimen neofascista; pero también lo puede hacer libremente la colectividad humana, organizada democráticamente, invistiendo otras significaciones, aboliendo el monstruoso papel de la economía como fin y dándole su justo lugar, el de un simple medio de la vida humana. Independientemente de una multitud de otras consideraciones, bajoÊesta perspectiva y como un momento de esta inversión de valores, la igualdad de salarios y rentas me parece esencial.
Es cierto -lo vi y lo dije antes que muchos otros- que nada de esto, al parecer, corresponde con las aspiraciones de los hombres contemporáneos. Más aún, los pueblos son cómplices activos de la evolución en curso. ¿Lo serán indefinidamente? ¿Quién podría decirlo? Pero una cosa es cierta: no será corriendo tras ``lo que se ve bien'' o ``lo que se dice'', emasculando lo que pensamos y queremos, como aumentaremos las oportunidades de la libertad. Lo que es no nos necesita, sino lo que podría y debería ser.
Palabras finales de ``Hecho y por hacer'',
1989.