La frase definitiva de Pascal, ``la tragedia de un hombre empieza cuando no puede estar solo en su cuarto'', merece un nuevo análisis en una época donde la soledad es un lujo y una maldición. Empecemos por el trabajo que cuesta enfrentarnos a nosotros mismos; por más que nos fascinemos, llega un momento en que necesitamos de los otros. Al respecto, el mercado de las relaciones humanas ofrece paliativos que van del escort-service al bebé adoptado en Tailandia. La mayoría de las veces, lo que se busca no es alguien que sea como nosotros sino alguien que nos obedezca. Ciertos acompañantes sirven de elementos de contraste, sombras elocuentes que nos siguen sin alterar nuestro destino. La literatura está llena de figuras secundarias que otorgan mayor relieve a las protagonistas. Ya sea para realzar sus hazañas de caballero andante o para conversar mientras le colocan los zapatos, el héroe adopta un escudero o un mozo. Robinson encuentra una huella en la arena de la playa, el pie descalzo del ``salvaje'' que será testigo y súbdito de su supervivencia. ``El hombre ama la compañía, aunque sea la de una vela encendida'', escribió Lichtenberg en el siglo XVIII. La frase viene del más gregario profesor de la Universidad de Gotinga, un goloso de los temperamentos que, no conforme con leer a Shakespeare, lamentaba no haber departido con él en una taberna hinchada de humo. En sus variadas relaciones con genios certificados en el olimpo de Weimar, vendedoras de flores y niños interesados en ``experimentos que explotan'', Lichtenberg buscaba claves que le ayudaran a ordenar el mundo con el mismo interés con que leía o exploraba los misterios de la electricidad en su laboratorio. En nuestro siglo, dominado por la sobrepoblación, la necesidad de compañía asume tintes peculiares. La verdad sea dicha, el anonimato tiene lo suyo: nadie puede ni quiere conocer a todo mundo. Hay algo indudablemente liberador en subir a un vagón de metro para encarar cien rostros que no saludaremos y podremos observar sin miramientos ni mala educación. En ocasiones, el estado de nuestros congéneres es tan grave que nos sorprende que el metro no se vacíe en Hospital General. Ante la desastrada situación del otro, recurrimos a la forma más barata de la piedad, la contemplación adolorida, sospechando que también la mirada ajena se compadece del barro impune que nos brotó en la frente o de nuestros calcetines que no combinan. Por vía del exceso estadístico, la multitud exime de responsabilidades de conjunto. A la manera de los alguaciles, tenemos una jurisdicción emocional precisa: sólo debes hacerte cargo del que se desmaye sobre ti. En el siglo XXI, por primera vez la cantidad de gente viva en el planeta superará a la de todos los muertos del pasado. Sin duda, esto supondrá un severo viraje cultural, entre otras cosas porque el peso de la Historia será superado por las urgencias del presente. En tan abigarrada situación, la convivencia se convertirá en la más recurrente de las amenazas. Las tribus futuras concebirán el paraíso, no como un jardín provisto de frutos a punto de caer y Evas desnudadas por el pincel de Cranach, sino como una isla venturosamente desierta. Llega la hora de reescribir la frase de Lichtenberg con un matiz contemporáneo: ``El hombre ama la compañía, sobre todo la de una vela encendida.'' Todo esto viene a cuento por el éxito mundial de la mascota electrónica inventada por los japoneses. sabido que en el país de Godzilla, una azotea de buen tamaño califica como un campo de golf y que hay hoteles donde los huéspedes duermen en cajones marca Morgue. La falta de espacio y la obligada cercanía han llevado a un curioso aislamiento en densidad, al grado de que los principales consumidores de muñecas no son los niños sino los ancianos que no tienen con quien hablar. Esta circunstancia anticipa el porvenir hormiga de la especie y reclama remedios desesperados. El más socorrido, por el momento, es el de los acompañantes que no dan otra lata que la psicología. Los hijos salen caros, son expansionistas y están dispuestos a encaramarse en los omóplatos de los padres. El tamagotchi, en cambio, es una criatura virtual que cabe en el bolsillo y permite que nos sintamos útiles. Cada tanto tiempo hay que cambiarle el pañal o que servirle puré de manzana. Con nuestra insuperable capacidad de degradar patentes, los mexicanos hemos propuesto una variante que sería asquerosa si no nos diera flojera diseñarla: el teporochi, que demanda tequila y vomita a discreción. A semejanza de la inanimada candela de Lichtenberg, el tamagotchi eternamente prenatal alivia nuestra soledad. La diferencia estriba en que no es el último recurso sino el primero de una civilización que se consume hacia la oscuridad, en recuerdo de las velas encendidas y en anuncio de los metabolismos de silicón que vendrán a acompañarnos.
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La expresión ``piedra sagrada'' junta de manera demasiado abrupta lo pedestre y profano de ``piedra'' con su alto calificativo de sagrada. La pregunta no es, entonces, ¿por qué hay piedras sagradas?, sino ¿cómo se muestra lo sagrado en una piedra? O, en términos de Mircea Eliade: ¿cuál es la estructura de las hierofanías pétreas, o líticas (de litos, piedra)? Es decir, ¿qué descubrimos en la piedra que la hace mediadora, vehículo de lo otro, lo divino, lo trascendente? Hay diferentes sentidos. Por un lado, desde muy antiguo se establece una relación entre piedras y muertos. El sentido originario del monumento lítico funerario, dice Eliade, es el apaciguamiento del alma del difunto. La costumbre de cubrir con una piedra las tumbas, que dura hasta nuestros días, no sólo es para señalar el lugar, sino para que el muerto se quede ahí, permitirle el reposo e impedir su salida. ``Entre los gondos se amontonan piedras en el lugar donde alguien ha muerto a causa del rayo, de un tigre o de una serpiente; cada caminante añade una piedra al montón para reposo del difunto. Esta costumbre -sigue diciendo Eliade- sobrevive en nuestros días en algunas regiones de Europa'', y, añadamos nosotros, en los cementerios judíos (bajo el pretexto de no mezclar las flores, tributo usual de los no judíos a los difuntos, pero cuyo origen remoto o simbólico bien puede ser el señalado). Pero estas consideraciones sobre piedras funerarias son sólo pistas para responder la pregunta sobre la estructura de las hierofanías líticas. Observemos a la piedra, ¿qué nos indica? Mientras lo vivo, lo generable y corruptible ``está'', la piedra ``es'': no cambia, no está en aquel o este estado, tránsito o momento de desarrollo, sino es, fija, estable, segura, sólida. Y estos atributos de la piedra son también atributos de lo sagrado, divino y trascendente, la fijeza y estabilidad, la duración sin cambios. Estos atributos emparientan a la piedra con el modelo por excelencia de lo fijo, estable y duradero, a saber, el cielo estrellado, el firmamento. Así considerado, el homo religiosus primitivo no adora piedras, sino que la piedra, por sus atributos, es el mediador, el vehículo para captar esos atributos de la divinidad. En las hierofanías vegetales se muestra una cosa, en las hierofanías líticas, otra. Estas dos hierofanías tienen estructuras diferentes. Los vegetales remiten a los ciclos de fertilidad, al eterno retorno de lo vivo. Las piedras, por el contrario, a lo fijo y atemporal. Pero, como siempre en el pensar simbólico y mitológico, hay manera de asociar estas dos manifestaciones de lo sagrado. La asimilación de las dos estructuras podría articularse así: a) Observamos los frutos, el hueso de un durazno, por ejemplo, y advertimos que es semilla que guarda el árbol entero del que nació el fruto. b) Observamos el esqueleto humano, lo suponemos semilla, ¿por qué el esqueleto no va a contener, como el del durazno, la renovación en potencia del cuerpo que lo habitó? c) El siguiente paso es observar la similitud entre el hueso seco y la piedra: una gran piedra puede considerarse hueso o semilla de un ser enorme e inesperado, ¿por qué no? La piedra cobraría así tremenda potencialidad. Estamos en un terreno que es a la vez mitológico y poético. El único punto del razonamiento es que lo inanimado puede guardar lo animado. Y nos permite entender un aspecto de la mentalidad prehispánica: la calavera, tan frecuente en sus representaciones, no fue para ellos, como para nosotros, símbolo de la muerte ni necrofilia entusiasta, sino al contrario, símbolo de la potencialidad de la semilla, es decir, de la vida. Una idea parecida encontramos en la vieja alquimia de los chinos. La idea es que los metales bajo la tierra maduran camino a su perfección, que es el oro. Si los dejáramos ahí, todos llegarían a ser oro, pero los extraemos antes de tiempo, cuando todavía son otra cosa, cobre, estaño, cualquier modo de imperfección. El trabajo del alquimista y los adeptos a la Gran Ciencia no consiste en la trasmutación mágica e inexplicable de los minerales imperfectos en oro, sino en el dominio del tiempo que permite acelerar la maduración del metal impuro para que alcance instantáneamente la condición de oro, a la que por naturaleza tiende. Este dominio del tiempo sólo se alcanza a través de la perfección moral y el ascetismo del transmutador. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.
Un debate con el espejo
Mientras se realizan los últimos preparativos para el espectacular evento Guerra del Golfo 2: El regreso, los medios estadunidenses dedican interminables horas (las que no están consagradas al último escándalo sexual de Clinton) no a debatir si deben golpear a Irak, sino qué tan duro y cuándo (la fecha se ha complicado por la dificultad de encontrar un momento adecuado que no coincidiera ni con el Superbowl ni con la visita escolar de Chelsea Clinton ni con las Olimpiadas de Nagano ni con el ramadán). Ante una casi nula oposición, los medios no tienen el menor conflicto moral al repetir eslogans propagandísticos irracionales, como que Irak representa un peligro para sus vecinos (hace siete años que Irak, aunque quisiera, no tiene los recursos ni la capacidad para molestar a ninguno de sus vecinos, a pesar de haber sido provocado seriamente por Turquía e Irán en fechas recientes). Para que una guerra tenga lugar, es requisito indispensable que por lo menos dos partes en conflicto enfrenten a sus ejércitos. En el caso de este nefasto encore del Golfo Pérsico tenemos a un bando hiperequipado, dispuesto a despedazar a un enemigo postrado. No hay duda que Saddam Hussein es un déspota que, como Suharto, Milosevic, Yeltsin, Fujimori y tantos otros, ha reprimido y asesinado a su pueblo. No obstante, el pueblo iraquí difícilmente se beneficiará de una ``liberación'' que consiste en volver a ser despedazados por bombardeos de precisión masivos (nótese la extraña contradicción de quien asegura que usa bombas ``inteligentes'' pero deja caer más toneladas de explosivos en una guerra de unas cuantas semanas que durante toda la guerra de Vietnam). Incluso las estimaciones más conservadoras establecen que entre la guerra y las sanciones Irak ha perdido alrededor de millón y medio de vidas. Por haber invadido Kuwait, el pueblo iraquí ha sido más castigado que Alemania y Japón después de la segunda guerra mundial.
Catálogo de horrores biológicos
La justificación para la nueva masacre es que Irak tiene armas de destrucción masiva. Es una lástima que los medios hayan olvidado quién suministró esas armas y ayudó a crear el programa de desarrollo de armas biológicas de Saddam. De acuerdo con el reporte del senado norteamericano de 1994, por lo menos desde 1985 hasta 1989 compañías privadas estadunidenses exportaron a Irak materiales y agentes biológicos, como bacillus anthracis, el causante del ántrax; clostridium botulinum, una toxina que produce botulismo; histoplasma capsulatam, que causa una enfermedad que ataca los pulmones, el cerebro, la espina y el corazón: brucella melitensis, una bacteria capaz de dañar órganos mayores; clostridium perfringens, una bacteria altamente tóxica que produce una variedad de enfermedades; clostridium tetani y otros materiales genéticos. William Blum, autor de Killing Hope, escribe que estos y otros agentes biológicos patógenos capaces de reproducirlos, fueron enviados a Irak durante la década de los ochenta. Irak utilizó armas químicas (que lanzó desde helicópteros estadunidenses) en contra de las tropas iraníes, la población kurda y posiblemente los chiítas. Durante ese tiempo, Estados Unidos no tenía el menor remordimiento por el uso que daba Hussein a sus armas; por el contrario, Saddam recibía ayuda de la CIA, fotografías tomadas por los satélites estadunidenses de sus enemigos y apoyo logístico. Otros ``aliados'' también ayudaron a Saddam: los franceses le vendían aviones Mirage, los alemanes le vendían el gas venenoso y los ingleses proveían equipo diverso.
Horribles pero ineficientes
Hace unas semanas, el inspector en jefe de las Naciones Unidas declaró que Irak tenía suficiente ántrax para borrar Tel-Aviv (no dijo Dhahran ni Riyadh), y luego el primer ministro británico afirmó que Hussein podía aniquilar a la humanidad entera. Esto es mucho más que improbable. De hecho, de ser posible, seguramente los estadunidenses y los ingleses estarían asistiendo a seminarios de capacitación impartidos por militares Iraquíes. Roger Cohen escribió en el New York Times: ``La amenaza biológica tiene un impacto psicológico inmenso, conjura memorias colectivas como la plaga y la peste. Silencioso, a diferencia de una pistola o una bomba, y relativamente lento para matar, el germen como arma de guerra es aterrador.'' Pero independientemente de la campaña de propaganda histérica conducida por el Pentágono y por bestsellerianos mercenarios como Richard Preston (autor de The Hot Zone), la realidad es que actualmente la tecnología de las armas bacteriológicas es poco confiable y sirve más para asustar que para pelear. Los agentes patógenos son demasiado impredecibles y, aparte de algunos experimentos japoneses, estadunidenses, franceses y soviéticos, nadie ha usado estas armas de manera significativa en combate. De poner ántrax en un Scud, el agente biológico quedaría rostizado mucho antes de caer a la tierra; si es liberado en el aire es posible que se lo lleve el viento y si cae sin explotar casi seguro quedará enterrado. La mejor manera de emplear esta arma sería rociarla a la cara del enemigo y esperar un contagio (lo cual casi equivale a abrirle la boca a cada mosca para darle DDT). Nixon no abandonó su programa de armas biológicas por ser buena gente, sino por que era pragmático.
Naief Yehya
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