José Cueli
Pedrito de Portugal casi se consagra

Sibarita de la plasticidad, Pedrito de Portugal concebido en la blanca y antigua ciudad que le da nombre, no puede sustraerse a la intensa melancolía que le inspirara el terruño en su toreo musicalizado por la suavidad de los fados de la señorial puerta de Europa. Bajo el sol deslumbrante de la Plaza México semivacía en el febrero invernal, recortaba su silueta sobre el fondo zafiro de un cielo azul lechoso reflejado en el redondel, en el que el torero alargaba sus pases y, a distancia, parecía mentiras y de cerca un arte mágico.

La pureza simácula de sus redondos formando esculturas maravillosas y mosaicos de colores preciosos su capote, con gallarda valentía, elegancia en la verticalidad y naturalidad en el relajamiento de su torear, lo mismo en el detalle torero que casi en el conjunto, en el que le falló el remate de las faenas con las que hubiera enloquecido a la plaza. Estaba tan adentrado en la belleza de su quehacer que le faltó ese punto de sal para redondearlas. Eran tan bellas sus faenas, tan llenas del misterio lusitano, que no son fáciles de describir, ni se encuentran palabras apropiadas para expresar la impresión que su portentoso toreo produce en el espíritu de los aficionados, sintiendo el goce de su arte y el pesar por la terminación, como todo lo disfrutable en la vida.

El toreo de Pedrito tenía tal suavidad que sabía a cuanto se imagine y merece el adjetivo de finísimo, al gozar de los múltiples encantos que ofrecía su desmadejamiento convaleciente al girar la muleta a ritmo colabrava embestidas de los toros de Ramón Aguirre que le tocaron en suerte, y a los que les alimentaba la senda luminosa de toreo clásico en danza al compás de dulce armonía y coro de olés que animaban esta danza irreverente a la que le faltó --quizá-- un punto de dominio como se reflejó en su imposibilidad para igualar a uno de los toros a la hora de matar.

La intensa claridad de la verdad de Pedrito de Portugal, reflejaba en la piedra dormida del coso que se convertía lentamente en penumbra atenuada por una lánguida luz que afiligranaba las esculturas de toro y torero. Los pasos del torero hallaron eco en el cemento gigante y su ruido tenue al ritmo del compás de su actuación, en murmullos de toros del coso que conforme avanzaba la noche perdían en su conjunto, pero ganaba en misterio. No en el misterio aterrador del más allá, sino en el misterio tranquilo en el que se vislumbra algo de luz y pasa por nuestra mente de cómo serán las plazas de toros del más allá.

No es torero de impacto Pedrito de Portugal, sino de belleza, pero es un gran torero. Los toros de Rodrigo Aguirre justos de presentación, bonitos en general y bravos con los caballos, se prestaron al lucimiento del diestro de Portugal y de Manolo Mejía que fracasó rotundamente y repitió el absurdo de regalar un novillito; lo peor del encierro le correspondió a Miguel La Hoz que sin sitio entusiasmó a la clientela.

Quiero terminar la nota haciendo mención de dos espléndidos pullazos del picador del portugués y otro del de Manolo Mejía. Qué bella es la suerte de varas cuando se practican como la tarde de ayer, contrastando con la finura del toreo del portugués.