Cuando en una sociedad cunde la delincuencia entre quienes están en la infancia o en la primera adolescencia, la enfermedad social es grave y exige remedios urgentes. Pero éstos no pueden tener resultados peores que el mal que pretenden suprimir y, además, deben combatir el origen de esa degeneración del tejido social y no sólo sus efectos más visibles. Es conveniente recordar estas conclusiones dictadas por el sentido común, la historia y la experiencia, ya que en buena parte de los medios de información se da hoy cauce de un modo acrítico a la idea de los medios más conservadores, pero compartida por sectores populares, de que la delincuencia sólo se combate con la policía y la cárcel, y, por lo tanto, ante los crímenes cometidos por menores de edad, actualmente inimputables legalmente, lo que cabe es bajar la edad mínima para la aplicación de las penas de cárcel previstas por el Código Penal actual a partir de la mayoría de edad, o sea, de los 18 años cumplidos.
Esta propuesta exige algunas reflexiones. En primer lugar, ¿a cuál edad se fijaría la responsabilidad penal de un adolescente? ¿a los 16, cuando puede tener licencia para conducir, o a una edad aun menor si, como sucede en Estados Unidos, niños de hasta ocho años cometiesen crímenes atroces contra sus coetáneos? En segundo lugar, si un adolescente puede ser castigado como un adulto antes de cumplir los 18 años, también debería tener responsabilidades de adulto y, por lógica, se debería adelantar la edad para votar o para ejercer cargos públicos cuando aún no ha comenzado su formación cívica. Además, en un país donde la mayoría de la población es muy joven, ¿cuántos cientos de miles de nuevos ciudadanos potencialmente imputables podrían ir a las actuales cárceles abarrotadas y cuántas nuevas prisiones habría que construir, en vez de escuelas y hospitales, para reprimir la amplia gama de delitos que van desde el hurto de un pan hasta el homicidio culposo o por imprudencia? Es evidente que no se puede presentar como futuro deseable el retorno al pasado, a la sociedad de tiempos de Dickens, Zola, Víctor Hugo, por más que la plaga terrible del trabajo infantil, de la violencia hogareña contra los menores, del abandono de la niñez y de la desocupación masiva se estén difundiendo velozmente y creen condiciones sociales similares a las del siglo anterior.
La llamada ``cuestión social'', en efecto, no se resuelve con la policía y con la represión, sino con el desarrollo económico, político y cultural. No se puede, por otra parte, fomentar el hedonismo, el egoísmo, la ruptura de toda solidaridad, el individualismo, y poner como ejemplos de éxito sólo a quienes han logrado hacer dinero por cualquier medio y, al mismo tiempo, castigar con la cárcel a quienes extraen las consecuencias de esa constante prédica. Si los valores históricos comunitarios y solidarios, la solidez de la familia como formadora ética y moral, la de la escuela, desprovista de medios y culturalmente a la deriva, la estructura misma del tejido social (esa relación entre trabajo y territorio o zona de residencia, donde hay un control social eficaz) son corroídos por el pensamiento hegemónico y por el libre mercado, que se guían solamente por el lucro, ¿cómo evitar la delincuencia, que adora la riqueza y sólo la hace cambiar de manos con violencia y no tiene otras metas que la brutal satisfacción de los instintos de posesión? Y si muchas familias están embrutecidas por la desocupación, la desmoralización, el alcoholismo (que es una enfermedad social particularmente virulenta en tiempos de crisis), y en los hogares han aumentado dramáticamente las violencias, incluso sexuales, contra los menores, ¿por qué castigar a éstos en vez de resolver las causas de la rebelión juvenil contra una sociedad que roba la infancia a los más pobres? ¿Por qué no dar asistencia psicológica y psiquiátrica, apoyo social, fuentes de trabajo, vida cultural a los sectores más afectados por la crisis?
La cárcel sólo enseña al menor la ley del más fuerte: allí es muchas veces violado, o debe comprar favores, allí aprende técnicas del crimen, adquiere relaciones criminales, se especializa en el delito. Basta ver el número de reincidentes o plurireincidentes que llenan siempre las prisiones para verificar que el encierro carcelario no disuade a los delincuentes, sino que fomenta su odio, su astucia y su violencia. ¿Acaso la pena de muerte ha conseguido reducir la cantidad de homicidios en Estados Unidos? ¿No es mejor invertir en educación, atención social, promoción de valores y trabajos solidarios, la cultura popular hecha por la gente misma y capaz de dar incentivos y horizontes a los jóvenes, que en carísimos, violentos (y a menudo corrompibles) aparatos represivos? Si los juegos de muerte, la tv y el cine de horror, la promoción continua del cinismo y la violencia de los poderosos -como la guerra contra Irak- mandan un mensaje destructor de conciencias y deformador de los jóvenes, ¿no es necesario acaso dar una batalla cultural e ideológica contra ese envenenamiento cotidiano promoviendo, en cambio, la democracia y la solidaridad que están siempre presentes en los jóvenes, como se demostró en el terremoto de 1985?