Frente a la Basílica de San Pedro, en el corazón mismo del Estado Vaticano, busco respuestas para muchas preguntas que se hacen paso.
¿Cómo el Estado más pequeño en territorio, es el que más se aproxima a la universalidad? ¿Cómo es que, a pesar de los innumerables conflictos que ha vivido, mantiene su vigencia y dimensión históricas? ¿Qué respuestas ofrecerá a los desafíos sociales, culturales, científicos y tecnológicos del nuevo milenio? ¿Cómo ha sabido asumir los profundos cambios de la humanidad, algunos incluso dirigidos en su contra?
La Iglesia católica como muy pocas instituciones ha combinado la permanencia con el cambio; la continuidad con la flexibilidad; lo inamovible con lo perfectible.
Una parte de ese éxito está en que ha sido fiel a la divisa del papa León X: ovnia veredi, multa pasare, pauca corregieri (ve todo, deja pasar mucho, corrige poco) y otra parte está en que ha aprendido de la historia, de su historia, plagada sin duda de errores y aciertos que le aporta la experiencia y que la mantiene vigente en momentos particularmente complicados para la humanidad.
El pasado es un prólogo, escribió Shakespeare, y de ese riquísimo prólogo la Iglesia católica extrae la savia que la nutre: cuando la intolerancia fue su característica, los cismas la dividieron; cuando la exclusión se adueñó de ella, la lucha por el poder pervirtió su función; cuando dejó de representar el interés de los muchos, su misión evangelizadora se debilitó.
Es en ese contexto que celebramos la creación de Norberto Rivera Carrera, Cardenal. Y así lo hicimos quienes tuvimos la oportunidad de asistir al último consistorio del milenio y de escuchar el llamado a la unidad del pontífice Juan Pablo II al renovar el Colegio Cardenalicio. Mensaje de unidad en los principios y las acciones, en la búsqueda de la justicia en la Tierra y en la trascendencia del hombre. El peso que México tiene en el espacio de la fe católica que se reconoce no sólo en el profundo amor que Su Santidad Juan Pablo II le expresa con frecuencia, sino en el espacio que la curia mexicana tiene en el órgano de decisión más importante del Vaticano.
El cardenal Rivera es el más joven de los ocho que México ha tenido a lo largo de su historia y, junto con Adolfo Suárez Rivera, Juan Sandoval Iñiguez y Ernesto Corripio Ahumada, (quien sólo no interviene en lo relativo a la elección de Papa), participará colegiadamente en asuntos relevantes en el gobierno de la Iglesia y será pieza importante en la nominación del próximo Papa, así como lo será el voto de los 24 cardenales latinos sólo superados en número por los 57 europeos. El peso de México es, además, altamente simbólico, porque fue justamente el país que visitó Juan Pablo II después de su difícil unción, en momentos en que la Iglesia era sacudida por una crisis profunda de la que hoy parece estar lejos.
El Mexico, siempre fiel, de Juan Pablo II, es mucho más que una afortunada frase de propagación de la fe, es el reconocimiento a un respaldo que le resultó crucial.
La creación del arzobispo Rivera como Cardenal adquiere relevancia por lo que es él, un humanista y un avengélico profundo y comprometido, y por lo que ello significa para México en una de las instituciones que más pesa en el contexto mundial y que ha contribuido a mantener la unidad nacional y su entereza; a no caer, como dijera Brecht en los callejones sin salida que producen las revoluciones.
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