Ante los varios retos que enfrenta México como nación viable, el de la formación de una cultura científico-técnica nacional es crucial. El humanismo clásico construyó en la filosofía, la literatura y las bellas artes una cosmovisión que si bien ubicaba al hombre como el objeto último de sus propias creaciones, lo hacía desde perspectivas trascendentes y poco interesadas en el ``hombre práctico''. Con el Renacimiento los saberes técnicos cobraron una importancia inusitada, pues serían los responsables, entre otros muchos aspectos, de la modernidad expresada en la navegación mercantil, los viajes de descubrimiento, el aumento en el bienestar urbano y, como dijo Galileo Galilei, en el saber del artesano que era también en fuente de conocimientos para el científico.
Pero del viejo humanismo quedaron grandes cuerpos conceptuales, doctrinas pedagógicas rígidas e instituciones como las universidades que se revelaron refractarias al cambio cultural, en particular en recurrir a la experimentación como instancia verificadora. Prevalecería, y por mucho tiempo, el deductivismo y la fuerza del argumento basado en la autoridad. Así aconteció entre los siglos XVI y XIX en los países influenciados por la cultura occidental. En México, el viejo humanismo se resistió a la creación del Seminario de Minería en 1792 y de otras instituciones dedicadas a la enseñanza y al cultivo de lo que entonces se llamó ``filosofía experimental''. De hecho fueron necesarios varios intentos entre 1833 y 1865 antes de conseguir la clausura definitiva de la vieja universidad. Por ello, la nueva Universidad de México que surgió en 1910 pretendió hermanar a la ciencia y a la filosofía en su Escuela de Altos Estudios.
En el mundo contemporáneo se han hecho varias redefiniciones del ideal humanista, en correspondencia con las problemáticas que a lo largo del siglo han sido cruciales para nuestra especie. Por ejemplo, el existencialismo y el marxismo se presentaron como sendos humanismos. El ``existir'' y el ``existir en la sociedad capitalista'' fueron dos grandes preocupaciones de los intelectuales y algo vivido por las mujeres y los hombres en este siglo. También hace unas cuatro décadas se empezó a hablar de las ``humanidades de la ciencia'' por parte de historiadores como Derek DeSolla Price.
En México, si bien el existencialismo y el marxismo lograron tener una presencia importante en el ámbito académico y educativo, no aconteció lo mismo en el caso de la reflexión y el análisis sobre la ciencia y la tecnología por parte de los historiadores, filósofos, pedagogos, antropólogos y de otros estudiosos de la cultura, ya que tales preocupaciones fueron vistas como propias de las sociedades industriales avanzadas. Algunos pensadores no fueron insensibles a ello, como mis antiguos profesores en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Edmundo O'Gorman y Adolfo Sánchez Vázquez, quienes escribieron hace un par de décadas La historia como búsqueda del bienestar, un estudio acerca del sentido y alcance de la tecnología, y Racionalismo tecnológico, ideología y política, respectivamente.
Estamos en el umbral del siglo XXI y ante una serie de elementos novedosos y constitutivos de nuestro futuro inmediato como nación, entre otros, la alta tecnificación de los procesos productivos y culturales, la globalización en todos los órdenes, la informatización de la sociedad, la urgente necesidad de regenerar el ambiente y detener su degradación, la falta de procesos educativos integrales y flexibles, en fin, de la sociedad tecnológica en la cual ya estamos inmersos. Todo ello hace que se vuelva necesario y urgente replantear el papel de las humanidades ante la contemporaneidad y los componentes científicos y tecnológicos que la definen. Precisamos un nuevo humanismo capaz de dar sentido y razón del cambio que hoy vivimos, y que debe ser impulsado en el país por nuestros científicos, tecnólogos e intelectuales, y por las instituciones de enseñanza superior. Lo anterior conlleva una reforma pedagógica completa que nos permita romper con el dilema de ``cultura humanística'' o ``cultura científica'', y acabar con lo que el historiador de la ciencia Michel Serres llamó la formación de ``cultos ignorantes y expertos incultos'', productos típicos de la educación profesionalizante.
Necesitamos domesticar a la ciencia y la tecnología, volviéndolas verdaderas integrantes de la cultura nacional y elementos decisivos de la innovación tecnológica que requieren las empresas en el mercado de la competencia internacional. Sin un nuevo humanismo que haga de esas actividades algo acorde con las características de la sociedad, tal vez reaccionaremos como en el pasado: imitando. Hace 200 años nos deslumbraron la revolución industrial y la filosofía iluminista, y hace 100, la aparición de fuentes nuevas de energía como la electricidad y el petróleo y la filosofía positivista. Hoy, que no hay a la vista en nuestro entorno una filosofía hegemónica y sí la necesidad de pensar a la ciencia y a la tecnología en México y en el mundo, el país sólo podrá participar creativamente en la construcción del futuro que se avecina si llega a contar con las armas renovadas del humanismo científico y tecnológico, como importante factor coadyuvante del esfuerzo nacional.