Hermann Bellinghausen
La trampa y la trompada

El mundo al revés, de plano. De venir empapado empezó a quemarse. De hundirse en un descanso, pasó a una inquietud atenta. De tener la cabeza vacía, a tenerla llena. De imágenes. No necesariamente de ideas. En momentos así, cuando están pateados los nidos, las ideas estorban.

No acababa de caer Velasco en la paja secante, en busca de tantito descanso, cuando el halo de una lámpara sorda perforó la oscuridad total y muda y pegó, nerviosa, en el techo del vagón, en el pasillo, en las pacas apiladas.

No fue voz lo que oyó Velasco, sino un gruñido. Pasos que se aproximaban. La lámpara agitaba caprichosas sombras en y de los flecos de la paja. Se encogió hacia la orilla. La paja crujió lo que a él le pareció una ensordecedora escandalera.

Primero vio la pistola, luego la lámpara y luego el perfil del hombre, que de inmediato giró hacia él y le apuntó con las dos cosas que llevaba en las manos. La pistola le tembló hasta caerse tras la patada, y la lámpara se hizo garrote y le sorrajó a Velasco otra ranura en la cabeza.

El arma pesó lo suficiente para hundirse en la paja, fuera del alcance de su dueño y de Velasco, cada uno de los cuales empleó una de las manos en intentar cogerla; la otra mano la dedicaron a la lucha.

``Shet'', murmuró, agitado, el hombre inmenso que se le dejó caer, perdiendo también la lámpara, mientras Velasco, perdiendo otro poco de sangre por la nueva magulladura, le apretó el pescuezo con el brazo. Para su sorpresa, no le alcanzó el brazo para ese cuello tan gordo.

Se ensartaron en un forcejeo brutal, sordamente ciego. El hombre ese pesaba tanto que al rodar hacia un lado se hundió en la paja, debajo de Velasco, quien sintió que el otro se varaba en un fondo de hierro flojo, una vibración seguía y de pronto, el hombre osciló con estrépito sobre los durmientes de una vía que parecía pasarle encima. Era la compuerta de una trampa, de seguro para descargar directamente en los sótanos del puerto, y era un día de suerte del hombre grande, pues se le atoró el cinturón por atrás en el postigo de la trampa y quedó suspendido a manera de péndulo.

El propio Velasco casi se va también, pero alcanzó a agarrarse de las pacas y se alejó del agujero.

Al ver el lecho de la vías, sintió el alivio de que aún fuera de día. En la negrura de ese vagón, por poco lo olvida.

Se incorporó al alcanzar el pasillo entre los apilamientos de armas y decidió salir de allí cuanto antes. Un gemido lo detuvo. Entre la paja refulgía la lámpara enterrada. La buscó con la mano, la tomó y la dirigió al fondo del vagón. Otro gemido.

En vez de largarse y punto, Velasco decidió investigar. Por lo regular es tan poco curioso como una bestia de carga, pero ese gemido lo intrigó. No era amenazante, sino lastimero. Caminó hacia donde parecía venir.

``Lo que me faltaba -pensó-, carajo''. ¿A quién se le habría ocurrido el guión de esa locura?

En un rincón, aovillada, yacía una muchacha, atada con una soga de pies, pechos y piernas. Qué situación más tonta. Como en las películas. En el peor momento, aparece la chica en problemas.

No era asunto suyo, se convenció Velasco. Lo aconsejable era largarse del vagón. A saber quién era esa chica convertida en fardo que se agitaba como lagartija atorada por la cola.

Como quien quita el pie de la lagartija, Velasco se agachó y desató los pies, las manos, los pechos de la temblorosa criatura. Por extraño instinto, dejó al último la jerga de la boca. Como si temiera, no ese cuerpo que liberaba, sino la voz que pudiera tener.

-¿Y Bill? -jadeó ella.

-Se fue por el excusado -dijo Velasco.

En desorden ella articuló distintas palabras:

-¿Qué? ¿Quién es usted?... el ar...

Demasiado tarde. Con la lámpara sostenida en la boca, iluminó la cara de la muchacha que hablaba. Ya ni modo de arrepentirse.

La ayudó a ponerse de pie. Ella se frotó las muñecas, se corrió el pelo de la cara, se le paró enfrente, y él casi se desmaya al olerla. ``Carajo'', pensó Velasco. No se le ocurrió mejor palabra. Como si le hicieran falta más problemas.

Nunca hubiera esperado Velasco tanta fuerza en una mujer tan menuda; ella le cruzó un puñetazo en la cara que lo hizo chocar la espalda contra las pacas.

Y recordó eso de ``nunca te metas en la pelea de una pareja''.

Velasco la había liberado de la soga y de Bill, y lo primero que hacía ella era írsele encima.