No aludiré a lo que dije en mi conferencia del martes 17 de febrero en el simposio sobre muralismo. Sucede que aunque creo haber cumplido mi propósito, referido a la palabra de Orozco y a la de sus críticos, mi atención está en otro lado. Me explico: luego de mi conferencia escuché tres ponencias que en realidad fueron conferencias. de Julieta Ortiz Gaytán, Adrián Villagómez y Ana Lilia Roura. La de Villagómez, a quien aprecio, me sacó de quicio, y con la venia de Laura González Matute, coordinadora de la sesión, manifesté en público mi disgusto por discursos armados con ese tipo de retórica que distorsiona los hechos llevándolos por cauce equivocado, aunque persuasivo (a final de cuentas la retórica, buena o mala, a eso está encaminada).
Más aún me sorprendió la respuesta del público, que en su mayoría creyó a pie juntillas lo que el ponente aseveró. La forma de exponer tuvo mucho que ver con ello, la pieza fue leída con énfasis y prosapia pretoriana (como discurso político bien ensayado) llevándose un prolongado aplauso.
Mi intervención posterior tendía a desenredar esa madeja. No es factible, me decía, que aquí en el anfiteatro Bolívar, seno de la vida universitaria, donde muchos recibimos las medallas por nuestras colaboraciones en comisiones dictaminadoras (incluido Villagómez) sirva ahora para difundir una pieza caduca, cuyos índices de verosimilitud son endebles en extremo, pero capaces de confundir al auditorio. Sé muy bien que a eso que llamamos La verdad nadie tiene acceso pleno, pero hay que mantener la idea de ``verdad'' como meta, propiciar actitud crítica y revisar a conciencia nuestros propios decires y pensares, aunque ``la verdad histórica'' sea inalcanzable por naturaleza.
Raquel Tibol se sumó a mi réplica, lo hizo con su vehemencia acostumbrada, y cuestionó no sólo el fondo, sino la forma. Pero no por ello las cosas mejoraron, pues el público, seducido por el expositor, quería creer lo que había dicho. Renato González Mello hizo una intervención más, pues lo acometía la misma preocupación que a mí: que se diera por sentado que la historia se repite, que no se advirtiera la especificidad de los nacionalismos ni el contexto en el que se producen, que no se cuestionaran los discursos que acompañaron al movimiento desde su gestación y se repitieran supuestos errados hasta la actualidad, configurando modelos inamovibles. Que en alocuciones como la que escuchamos existiera adhesión al mismo patrón que provocó la decadencia y la burocratización del movimiento que insertó a México en primer plano en la historia del arte del siglo XX.
Y sobre todo que se mancomunara lo escuchado con cierta propuesta seudocultural y populista difundida por el nuevo gobierno capitalino. Felizmente la propuesta no pasó de allí. Es retrógrada. Para que se entiendan nuestros descontentos (que encontraron eco, pero no entre el público) voy a mencionar algunas de las frases que armaron el discurso de Villagómez quien desde mi punto de vista, acarreó agua para su molino. La cosa es que no hay molino, o el que hay es de índole distinta al que imperaba hasta, digamos, los años cincuenta. Lo que sí hay es murales de valor histórico y/o estético específico que necesitan atención y presupuesto. De eso él no habló.
La cuna del muralismo mexicano, dijo, se sitúa ``en Octotitlán, Guerrero, entre el año 1000 y el 600 aC'', y ya 10 siglos aC en el cerro de la Proveedora se encuentran vestigios, lo mismo que en las pinturas rupestres de Baja California. (Eso es igual que decir que la Escuela de París tiene sus orígenes en Lascaux). Cacaxtla, por ejemplo ``es barroco por excelencia'' y ``El siglo XVI (con la Conquista) abre las puertas del capitalismo rapaz''. ``Con los sillares del templo mayor se construyó la Catedral Metropolitana'' (y con los del Anfiteatro Flavio, en Roma, se construyó el Palazzo Barberini, me decía yo). El Museo de Arte Moderno de Nueva York es ``el museo de los Rockefeller'' y los representantes de la Ruptura, ``palabra inventada por los críticos de arte'', abominaron de los muralistas y de todo lo ocurrido anteriormente.
La solución de Orozco en la cúpula del Hospicio Cabañas (el hombre de fuego) supera a Mantegna en Mantua (esos frescos son de 1474) y al Correggio en Mantua (ca. 1526). Tales son exclamaciones que un historiador serio no emite. Son demagógicas. Orozco las aborrecería y haría mofa de ellas. ¡Hasta Goya en San Antonio de La Florida salió a relucir deslucido! Hay cosas, como dijo Wittgenstein, que no se pueden decir, porque no están dentro de la lógica elemental del lenguaje.