Julio Frenk
Las odiosas comparaciones

La semana pasada se dio a conocer un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), donde se compara el desempeño socioeconómico de sus países miembros, incluido México. Los resultados no fueron sorprendentes: nuestro país ocupa los últimos lugares en todos los indicadores. A pesar de que pudiera herir alguna sensibilidad nacionalista, este tipo de comparaciones es consecuencia inevitable de nuestra integración a la economía global y, al igual que la presencia de observadores internacionales, tiene el beneficio de estimular nuestra propia superación.

Un aspecto interesante del informe de la OCDE fue que logró ir más allá de los convencionales indicadores económicos para incluir varios que tienen que ver con la salud. Ello refleja la noción, cada vez más aceptada, de que la salud no es simplemente un sector en el que se gasta después de que se ha logrado el crecimiento económico; se trata, por el contrario, de una inversión sin la cual dicho crecimiento carecería de sentido, pues no se reflejaría en el bienestar concreto de las personas.

A primera vista da la impresión que hay congruencia interna en las cifras de la OCDE. Si México es el país con el menor ingreso per cápita, suena lógico que presente una de las tasas de mortalidad infantil más altas. Pero no es tan sencillo. En los niveles de salud de una sociedad influye no sólo el monto total de la riqueza sino su distribución, así como la efectividad de las políticas públicas.

Existen sociedades igualitarias, como China, que a pesar de contar con ingresos muy bajos han logrado implantar políticas efectivas para abatir la mortalidad infantil. Por el contrario, el país más rico del mundo, Estados Unidos, exhibe tales desigualdades sociales y tiene una política de salud tan defectuosa, que su mortalidad infantil es la mayor entre países industrializados, además de que sus grupos más marginados padecen una situación comparable a la de las naciones pobres.

Lo que ocurre es que la desigualdad económica genera niveles desiguales de salud y ello empuja el promedio nacional hacia abajo. Lamentablemente, en materia de desigualdad México ocupa un lugar nada honroso dentro del concierto mundial.

Es por esto que quedamos mal parados cuando se nos compara ya no digamos con el club de los países ricos, sino aun con nuestros hermanos latinoamericanos. El argumento de que estamos en los últimos lugares de la OCDE porque somos el país más pobre de ese grupo no se aplica cuando el punto de comparación es América Latina, pues en esta región contamos con uno de los ingresos per cápita más altos. A pesar de ello, México se ha mantenido por años alrededor del décimo lugar en el nivel de mortalidad infantil entre los países latinoamericanos. No son sólo las naciones más ricas que nosotros, como Argentina o Uruguay, las que nos superan en este indicador crítico, sino países considerablemente más pobres, como Cuba y Costa Rica.

Gran parte de estas diferencias puede explicarse a partir de un interesante análisis sobre la desigualdad en salud, presentado en el Informe Anual de 1996 del director de la Organización Panamericana de la Salud. En el periodo 1991-1995, todas las regiones costarricenses presentaban tasas de mortalidad infantil inferiores a 18. En cambio, México mostraba contrastes muy marcados. Así, mientras que en siete entidades federativas (con 21 por ciento de la población total) la tasa de mortalidad infantil estaba abajo de 12, en seis estados (con 27 por ciento de la población) dicha tasa se ubicaba entre 21.4 y 43.1.

La inequidad en salud refleja y refuerza las desigualdades sociales y económicas más amplias. Si bien el sistema de atención a la salud no puede, por sí mismo, corregir las desigualdades originarias en la distribución del ingreso, sí puede compensarlas mediante políticas expresas para dar prioridad a los grupos más pobres. Al mismo tiempo, debe reducirse la ineficiencia en los servicios para el resto de la sociedad, pues ello permite liberar recursos hoy secuestrados por el desperdicio y reasignarlos a quienes padecen mayores necesidades insatisfechas.

Varios elementos de la actual reforma del sistema de salud se han propuesto esos objetivos. Aún es muy pronto para apreciar el impacto cabal de estas iniciativas, pues los problemas de fondo se han gestado durante un largo periodo. Lo importante es que todos cobremos conciencia de que, como sociedad, deberíamos estar mejor que lo que estamos actualmente. Los contrastes internacionales deben movernos a la acción decidida, más que a la reacción defensiva. Sólo así las comparaciones dejarán de ser odiosas para convertirse en un legítimo motivo de orgullo nacional.