Magdalena Gómez
Veto al derecho indígena, política de Estado
El cambio de funcionarios de alto nivel no produjo variación sensible en la posición del gobierno federal respecto a la concreción constitucional de los acuerdos de San Andrés. Más aún, el veto al derecho indígena está configurándose como política de Estado ante organismos internacionales e interamericanos, no obstante que aún no concluye el debate nacional sobre este tema y hay suficientes evidencias de que la postura oficial no cuenta con la legitimidad que implicaría el consenso de los pueblos indígenas.
La Comisión de Asuntos Jurídicos y Políticos de la OEA, recibió las observaciones y recomendaciones del gobierno de México al ``Proyecto de Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas'' (OEA-Ser. G. CP-CAJP-1293-98, 12 de enero de 1998). El referido proyecto, que lleva nueve años en proceso de elaboración, busca reflejar los avances normativos y conceptuales del derecho internacional en materia indígena, expresados tanto en el contenido del proyecto de Declaración que se está debatiendo en la ONU, como en el del convenio 169 de la OIT ratificado por nuestro país.
Las observaciones del gobierno de México ante la OEA tienen un contenido similar al de sus objeciones a la propuesta de la Cocopa formuladas en diciembre de 1996. Con ello dio marcha atrás a la opinión que previamente había remitido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos respecto a la anterior versión del mencionado proyecto y que fuera presentada formalmente en la reunión técnica realizada en la ciudad de Guatemala en noviembre de 1996, opinión que respetaba en cierta forma el perfil del convenio 169 de la OIT.
En la nueva posición mexicana, se sugiere agregar a los derechos enunciados en el proyecto de declaración, la condicionante ``con estricto apego al ordenamiento jurídico interno'', en cuanto a recursos naturales incluir la expresión no negociable de ``con pleno respeto a las formas, modalidades y limitaciones establecidas para la propiedad por la Constitución y las leyes de los Estados''. Asimismo, propone que se sustituya el concepto de sistemas legales indígenas por el enunciado ``normas, usos y costumbres''. Por lo que respecta a la autonomía, recomienda se restrinja ``a sus formas internas de convivencia y de organización social, económica, política y cultural'', y en cuanto a territorios le parece más adecuado utilizar ``tierras''.
En materia educativa le preocupa que el derecho de los pueblos indígenas a definir y ejecutar proyectos educativos ``fragmentaría la política nacional educativa... atentaría contra la unidad de los sistemas educativos nacionales en términos de contenidos y objetivos''. En lo relativo a monumentos, sitios arqueológicos y ceremoniales, lugares sagrados, sugiere se limite el derecho a que participen en ``su administración y cuidado''; ni siquiera concede el derecho a su uso. Señala además que el reconocimiento al derecho consuetudinario (la declaración habla de derecho indígena) ``no debe llevar a extrapolaciones que alteren y afecten el orden jurídico nacional de cada Estado''.
Este conjunto de observaciones reitera el criterio absurdo de que los derechos que se reconozcan no deberán alterar al orden jurídico nacional, cuya concepción, como sabemos, es monocultural. Pero también supone, erróneamente, que una Declaración Interamericana tendría impacto directo en el derecho interno de los países miembros de la OEA.
Hasta la década pasada y antes del fortalecimiento de los organismos no gubernamentales, nacionales e internacionales, el Estado mexicano se caracterizaba por sustentar una política exterior más abierta respecto a instrumentos jurídicos de derechos humanos. Al margen de que compartiera o no su contenido, se confiaba en el escaso impacto de las normas internacionales tanto en el derecho interno como en la vida política nacional y, sobre todo, se tenía muy presente que cierto tipo de instrumentos como es el caso de las Declaraciones, no producen efectos vinculatorios ni requieren de ratificación.
El actual gobierno no considera estas distinciones jurídicas básicas; primero sobredimensiona los ``peligros'' de la inserción del derecho indígena en el orden constitucional, y ahora lo hace a nivel interamericano. Es evidente que está a la defensiva, en lugar de asumir con rigor y visión de Estado la necesidad de que las naciones latinoamericanas sean congruentes con su naturaleza pluricultural.
El gobierno de México concluyó sus observaciones al proyecto de la OEA sugiriendo la inserción de un nuevo artículo para garantizar ``la flexibilidad en la aplicación de la Declaración''. Queda claro que está dispuesto a pagar cualquier costo para trivializar y disminuir el impacto jurídico del derecho indígena, e impedir que la autonomía de los pueblos indígenas se reconozca tanto en el derecho nacional como en el internacional.