Definámoslo así: modernidad de escaparate. Pero, en realidad, el síndrome que Indonesia encarna a escala mundial --como falso camino para salir del subdesarrollo-- tiene muchos ingredientes. Y la mayor parte de ellos coinciden curiosamente con ese paradigma autoritario de desarrollo establecido por Porfirio Díaz a fines del siglo pasado. Los ingredientes son fundamentalmente éstos: 1. Una elite pública modernizadora que se convierte en entusiasta vestal de seguridades científicas de reciente adquisición; 2. Un Estado que sustituye la confiabilidad de sus instituciones con un decisionismo cupular-clientelar que se disfraza de eficiencia pragmática; 3. Un cosmopolitismo frívolo que encarga a las inversiones extranjeras la responsabilidad central de la integración internacional; 4. La incapacidad de imaginar caminos originales construidos en la intersección entre los tiempos del mundo y la propia historia y sus potencialidades; 4. El desprecio fundamental de las elites de gobierno hacia sociedades que habiendo sido manipuladas en el pasado se supone que podrán serlo eternamente; 5. El desarrollo visto como concreción de la ``política correcta'', o sea: la historia como aventura de la sabiduría de los gobernantes; 6. La crónica incapacidad de aprender de la experiencia (propia o ajena) por la fuerza de las seguridades ``científicas'' consideradas de mayor jerarquía que la realidad misma; 7. La indisponibilidad a buscar amplios consensos sociales, vistos siempre como una pérdida de tiempo y una renuncia a los necesarios rigores de la inteligencia.
He aquí --en ese síndrome que hemos llamado indonesio-- el camino seguro a la modernización del subdesarrollo, a la eterna repetición de esos ciclos interminables de esperanza, frustración, excitación y disimulo que constituyen gran parte de historias económicas nacionales que mucho se parecen a formas colectivas de histeria. Esas asombrosas secuencias de Mesías económicos que prometen bienestar y se van finalmente dejando las cajas vacías y una herencia de rencores, conflictos, y problemas irresueltos. Indonesia es hoy la encarnación mejor de la fragilidad estructural (política y económica) que se esconde detrás de los ritos públicos de la modernización a la vuelta de la esquina.
Planteemos el asunto en la forma más descarnada: a los gobiernos no se les puede pedir desarrollo económico y bienestar social. Sólo se les puede pedir una cosa: que consoliden estructuras firmes sobre las cuales el desarrollo (como mezcla de inteligencia y de suerte) pueda resultar posible. Y la mayor de estas estructuras es justamente el Estado. Su organización eficiente, su legitimación social, su dignidad, su estar arriba de las personalidades o de los partidos, son rasgos insustituibles. He ahí el síndrome indonesio: el Estado como rehén de una élite que lo convierte en una mezcla de arma-carnaval para seguridad de sí misma y de sus enmarañadas clientelas. Con consecuencias obvias: sobre estos cimientos institucionales cualquier política económica está destinada al fracaso. No existen (no obstante los mercaderes de milagros --como los llamaba Ommar Khayyam) políticas económicas de efectos seguros; sólo hay estructuras confiables. Y si las políticas que pudieran ser correctas se construyen sobre estructuras frágiles (en síntesis: Estados de baja dignidad y agriculturas de baja eficiencia), el resultado será siempre menor a las expectativas.
Agarrado con las manos en la masa y con el teatrito de la modernidad indonesia en peligro de caerse, ¿qué hace Suharto frente a las salidas de capitales que amenazan al país? Además de juguetear con el Fondo Monetario Internacional, organiza una campaña denominada ``Ama a la rupiah'', obligando prominentes personajes a comprar públicamente las rupiah y deshacerse (con la muerte en el corazón y una estólida sonrisa en los labios) de sus dólares u otras divisas fuertes. O sea, vulgaridad, engaño e hipocresía sobre una capa espesa de vulgaridades, engaños e hipocresías. Y, para completar el escenario, la xenofobia contra una minoría china amada-odiada, que paga ahora las cuentas de muchos años de silencios cómplices. Y así, después de tanta modernidad, resurge la xenofobia como reflejo bárbaro nunca superado. Como expresión de un retroceso cultural ``construido'' para evitar explicaciones dolorosas e incómodas.