Olga Harmony
Stabat mater

Humberto Leyva entrega la segunda parte de una ``trilogía elemental'', Stabat mater: el aire que gira, como la primera, alrededor de la memoria, la soledad y la muerte. Si con Naturaleza muerta y Marlon Brando (el agua) Leyva nos sorprendió a todos como un dramaturgo ya muy hecho y dueño de un muy singular lenguaje, con esta segunda parte refrenda esas características. La muerte de Daniel, casi final del primer texto, es el eje sobre el que discurre este segundo; más que su muerte, el negro agujero que abre en su entorno familiar el desconocimiento de su destino y la zozobra de que no haya tumba ante la cual llorarle. De final abierto, como la primera, nunca sabremos si la voz de Eugenia al teléfono incide en la memoria de Paula, la madre dolorosa, la Stabat mater del poema medieval recogido por muchos artistas a partir de entonces.

Menos evidente que la referencia al agua en Naturaleza muerta... el elemento aire aquí se presenta como silencios, alguna frase del Daniel fantasmagórico que parece responder desde el pasado. La memoria detenida de Paula es la negación a aceptar la ausencia del hijo, más allá, a aceptar una homosexualidad que fue muy clara para Carmen, la dolida hermana cuyo sueño del pájaro es recurrente y nos remite también al aire.

Paula está muy lejos de la sufrida madre convencional del melodrama; si bien tiene todos los prejuicios de una ama de casa de su clase, el alcoholismo es su escape y su salida, más un apoyo para seguir viviendo su mentira que un indicio autodestructivo, porque Paula es, fundamentalmente, una mujer con gran apetencia de vida. Junto a ella, Carmen es la joven mujer que conlleva la doble carga del incierto destino del hermano y de la conducta materna que a su vez entrañan la carga de la economía familiar. Entre ellas, Constanza, la ignorante e intuitiva muchacha próxima a ser madre y que establece una inmediata relación de simpatía con Paula, como si la maternidad fuera algo que las acercara.

Y al final, la decisiva presencia de esa malvada Mildred, cuya visita se ha esperado todo el tiempo y que contempla el cuarteto de posibilidades de la feminidad ante la ausencia masculina.

Humberto Leyva mantiene su estilo en la construcción dramática, con monólogos que se intercalan a diálogos cotidianos, a menudo chispeantes, que van dando las características de cada personaje y con pequeños retrocesos en el tiempo, como hálitos de la memoria. Está, también, la presencia constante de Daniel, como en el primer texto, pero ahora convertido en esa sombra que pesa sobre su familia. Los largos oscuros se cargan de significados, tanto como la fecha de nacimiento de Daniel, que es también la fecha católica de la Madre Dolorosa, o como el contestador telefónico que es aquí, casi, un deus machina moderno. Todo ello requiere de una dirección muy rigurosa y muy pensada que afortunadamente ofrece Ricardo Díaz, en esta que es su segunda escenificación.

La primera, que yo no vi, fue una muy discutida dentro de los antiguos ciclos de Santa Catarina, en la que, se me dice, el escenario a oscuras sólo era iluminado fugazmente por velas y cerillos. Afortunado o no, aquel experimento incide en muchos juegos de luz, muy sorprendentes e interesantes, que ayudan en gran medida a sostener un cierto tono onírico del montaje, con el apoyo de la iluminación de Mónica Raya a quien se deben también vestuario y escenografía. Esta última sigue un patrón parecido al que ideara Martín Acosta para Naturaleza muerta..., con un ámbito indefinido en la parte posterior de esa deteriorada cocina en la colonia Condesa.

Díaz juega también con la luz del refrigerador, que por momentos ilumina la escena y con el contraste entre elementos muy realistas y otros muy estilizados. Así, el cocimiento de un desayuno muy real en una vela, o el regrigerador a veces ocupado con comida, a veces vacío, por el que se cuela Daniel y que al final es su tumba simbólica. O los encuentros entre Paula y su hijo a quien piensa vivo, apenas enunciados, siempre recurrentes a la memoria (que es, parece decirnos Leyva, como el aire).

Ricardo Díaz también muestra pericia en la dirección de actores. Desde luego que cuenta con Angelina Peláez (y qué bueno que una actriz de su trayectoria se ponga en manos de un director novel) y su riquísima gama actoral. Pero también está el excelente desempeño de Vanessa Bauche como Carmen y de Eugenia Bravo como Constanza, o el de Humberto Silva como Daniel.

En cambio, Lucía Muñoz convence poco en su llanto final, en el que poco se advierten trazas de culpa y de amor frustrado. Es un muy buen debut profesional de este director, cuyo sensible entendimiento de un texto tan lleno de posibilidades nos hace a todos estar atentos a su carrera incipiente.