La fotografía de ayer, en la primera plana de este diario, nos habla de Momo el hijo alocado de la noche, aquel mitológico burlón que se asoció a Baco, despechado por haber sido expulsado del Olimpo, no puede en verdad, estar quejoso del desmadre sambero que se lleva a cabo en Brasil, esta semana, durante los tres días en que impera el grotesco carnestolendos, que este año tuvo como número el chistorete de las autoridades de querer vestir a las brasileñas para no alborotar la hormona de sus hombres.
Sería de ver el cómo se puede legislar la voluptuosidad y vaivén de caderas de las escuelas de samba. Las comparsas de negros candomberos recorriendo las calles al compás de sus estridentes instrumentos retorciéndose epilépticamente y semejando en las contorsiones de sus condombres --no condones-- una legión de poseídos, aturdiéndose con desaforados gritos en los carros alegóricos, derroche de lujo y alarde de arte popular al igual que las máscaras inquietas y vistosas, la algarabía, la luz y los colores, la multitud y los sonidos.
El triunfo ruidoso y efímero de la locura sobre la razón, la manía sobre la depresión; la gula sobre el hambre. La voluptuosidad, el fuego, el instinto desbocado, inundado de soplo mágico a las pieles por la fiebre del placer.
Ese placer que no hay quien vista. Los dionisiacos de Grecia y los saturnales de Roma, que fueron maestros del alivio desenfrenado de hombres y mujeres que se entregan a los juegos que el pícaro carnaval autoriza, a pesar de que las brasileñas provoquen la locura masculina, tres, sólo tres días al año.
Tres días llenos de sensaciones, de humedades celebradas con estrepitosas carcajadas, chorreando líquidos, contra reglamentos y protestas. El carnaval como titán invencible que cabalga sobre el corcel de la sexualidad. Con fermentación libidinosa rebosa el ron del pecho de los hombres que se mueven al ritmo de Pelé en las canchas de futbol. Las mujeres merced al aire deslizan la suntuosa cabellera y en vértigos de locura, se sacuden poseídas de frenética alegría que contagia a sus compañeros.
Locura transitoria apagada al soplo de la razón que le da su sentido. La soñadora luz del crepúsculo y la caravana que ve recorrer ese portento de vida y placer que --tenían que ser-- políticos latinoamericanos creen que pueden detener con un reglamento. La fuerza bruta de la naturaleza contenida por una ley de policía --si, como no--.
El carnaval de Río de Janeiro --que es el carnaval-- baila a fuego lento en la calle por un camino que es el de la sexualidad, erotismo que cubre la depresión del negro humillado en sus favelas. Pero que en el carnaval recobra la prerrogativa de vivir la vida que no ha vivido, la que le falta, en la que todos somos iguales al ritmo de la música de las escuelas de samba que sólo viven para el carnaval.
Tres días que corren al ritmo de samba, a la inquieta gelatina de los muslos caracoles de nácar negro y los pechos temblorosos que se mecen al vaiven del mar brasileño.