La Jornada viernes 27 de febrero de 1998

Pablo Gómez
La crisis que viene

La caída del precio del petróleo se suma a la revolución de la deuda pública, la cual se ha incrementado recientemente en unos 400 mil millones (casi la mitad del gasto federal anual), pero puede llegar pronto a 500 mil. Por una parte descienden los ingresos, y por la otra aumentan las obligaciones de pago de una deuda injusta e inconstitucional.

El gobierno de Ernesto Zedillo ha aplicado una política de salvación de los ricos. La mayoría de los depositantes de los bancos quebrados (casi todos), los banqueros y otros inversionistas concesionarios se han salvado, pero medio billón de pesos de nueva deuda, con la que el gobierno ayuda a quienes más tienen, es un muerto escondido en el ropero. A la hora en que se abran las puertas y aparezca el cadáver, los contribuyentes tendrán que pagar y, al hacerlo, el gasto primario del gobierno federal (todo, menos pago de adeudos) tendrá que reducirse.

Ningún renglón del gasto social está creciendo al ritmo necesario para encarar las nuevas necesidades, es decir, para dejar al país como estaba hasta hace unos años. Mucho menos podría pensarse en algún progreso. Así, el eslabón más débil de la economía, vista en su dimensión social, la forman las finanzas públicas.

Pero el gobierno se niega a plantear al país el problema en sus términos: no es posible ir a ninguna parte sin incrementar los ingresos públicos. El salvamento de los ricos por la vía de los rescates bancarios y otros más, debe ser resarcido por el camino de incrementar los impuestos a quienes tienen mayores ingresos y, al mismo tiempo, cobrar los gravámenes a quienes no los están pagando en la medida que señalan las leyes.

Los grandes empresarios, por su lado, se niegan a discutir el tema de las finanzas públicas. Una vez más, los dueños de la riqueza y los acaparadores del ingreso nacional se desentienden del rumbo del país en su conjunto; solamente exigen condiciones propicias para realizar su propia ganancia, sin entrever siquiera que el sacrificio del Estado al salvarlos del desastre no puede ser pagado por los pobres, que son la mayoría de la sociedad.

Alguien tiene que pagar la consecuencia de la quiebra bancaria que nunca llegó a declararse y éstos son, justamente, los beneficiarios de los salvamentos financieros: quienes poseen un millón de pesos o más de ahorro personal o empresarial, es decir, una minoría muy pequeña de la sociedad mexicana.

Las otras opciones carecen de viabilidad. El Estado no sacará recursos de quienes no los poseen, mientras que reducir el gasto social resulta ya verdaderamente criminal.

Al mismo tiempo, es necesario promover la reducción de las compras en el exterior y de las transferencias por concepto de pagos por regalías, intereses, etcétera. El país no podrá hacer frente a la tendencia actual de incremento casi vertiginoso del déficit en la cuenta corriente. Los inversionistas extranjeros en bonos y acciones no le resuelven al país ningún problema, pues no tienen fecha para retirar sus capitales; estas inversiones son peores que los empréstitos, pues tienen rendimientos más elevados y carecen de plazos de amortización. Así que la facilona solución salinista de cubrir el déficit de la cuenta corriente con los capitales golondrinos, como remedio, ha resultado peor que la enfermedad, no obstante lo cual el gobierno regresa a lo mismo con tal de sostenerse en su cobardía de ocultar la verdad.

Si las cosas siguen por donde van, Ernesto Zedillo terminará igual que su antecesor y el ciclo político sexenal volverá a coincidir con el de la crisis económica endémica de México.

Hace seis años (mediados del sexenio de Carlos Salinas), se empezó a señalar que la aparente recuperación económica carecía de bases sólidas y que era segura una recaída, a pesar de la renegociación de la cuarta parte de la deuda externa pública. Los críticos fueron tildados de locos por los gobernantes y los intelectuales al servicio del poder. Tres años después, la realidad nos alcanzó, pero el gobierno no dijo la verdad ni se puso a trabajar para modificar los desequilibrios estructurales que se encuentran detrás de las crisis sucesivas.

Hoy, el gobierno se comporta de la misma manera de siempre: sostiene que no hay más camino que el suyo y se niega a asumir nuevos enfoques sobre la economía, la política y la sociedad. La crisis, sin embargo, está en marcha nuevamente.