Los grandes cambios en la historia universal se acompañan siempre de grandes documentos que explican sus causas y propósitos estelares. César y su imperio fueron desgajados por las invasiones bárbaras en la multiplicación de señoríos que siguieron a la muerte del hijo de Pipino el Breve, quien dotó al Papa de los estados vaticanos para atraer el favor católico al luego frustrado imperio carolingio. Como las insaciables ambiciones de los príncipes medievales combatientes conducía a la pulverización de la sociedad, resultó indispensable conservarla haciendo prevalecer los valores de la espiritualidad cristiana. La solución al conflicto fue prevista por el genial Tomás de Aquino en De Regno o La Monarquía, donde el rey como representante de Dios en la tierra tiene como tarea realizar entre los hombres el proyecto divino; es decir, el bien común. La pluralidad de los príncipes mundanales quedó identificada al transformarlos en operadores de la sabiduría divina en la ciudad de los desahuciados del Paraíso. En la otra cara de la medalla y al margen de la metafísica, los hechos objetivos y sus leyes de desarrollo encumbraron a las clases medias al hacerlas dueñas de los bienes materiales y dinamitar, con base en éstos, tanto las relaciones feudales como la cultura en que se amparaban los amos para imponer servidumbre a los campesinos.
Dante Alighieri y su obra De Monarchia, visión cristiana del gobierno, abrió las puertas al Renacimiento. Sin embargo, tocó a Maquiavelo en El Príncipe mostrar la necesidad de superar los separatismos con el encumbramiento de un hombre de Estado dispuesto a recurrir a cualquier medio, incluida la criminalidad, para lograr la supremacía de lo uno sobre lo mucho, respondiendo así a las urgencias de mayores mercados y consumos que demandaba el capitalismo mercantil con el objeto de romper aduanas fronterizas y fueros y privilegios feudales. Las prósperas ciudades que emergieron con no menos prósperas familias de mercaderes, sentían en su intimidad las instancias maquiavélicas que desde entonces impulsarían a la sociedad hacia la muda del capital comercial por el industrial y a la desarticulación de las aristocracias latifundistas y sus monarquías absolutas, a pesar de la soberbia de Luis XIV --L'Etat c'est moi-- y las elucubraciones doctrinales de Jean Bodin en sus Seis Libros de la República. La Revolución Francesa arrancó de Versalles el derecho divino de los reyes, propuso la democracia como arma del tercer mundo contra la nobleza y el clero, y exigió la circulación libre de la riqueza en mercados sujetos a la ley natural de la oferta y la demanda, obvio efecto económico y político de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano convertida por la clase triunfante en cimiento del gobierno representativo y liberal. Las masas protagonistas del triunfo de Washington en las colonias inglesas norteamericanas, y del estallamiento de La Bastilla, fueron inmediatamente marginadas de la toma de decisiones políticas que definitivamente asumió la burguesía luego del 18 Brumario, el imperio de Napoleón y la consolidación de las elites bancarias en la monaquía de Luis Felipe.
Entre la decapitación de Robespierre junto con el Reino del Terror y la eclosión revolucionaria de 1848, el capitalismo industrial mostró su doble cara: generalizar la pobreza entre los pobres y acrecentar faraónicamente el poder económico y político de las minorías. Esto es lo que denunció el Manifiesto que en representación de la Liga Comunista, antes Liga de los Justos, redactaron Carlos Marx y Federico Engels, publicado en Londres al sucederse los estallidos de las revueltas europeas de 1848-1849. En el Manifiesto se desvelan desde estos años las intimidades del movimiento capitalista que hoy, a partir de núcleos directivos metropolitanos, globaliza en sus redes a todos los pueblos del planeta, succionando las energías físicas y mentales de los trabajadores en el aparato tecnológico de producción, al grado de convertirlos en cosas o herramientas del proceso automático. Terrible panorama éste de la sociedad unidimensional puesta en escena por Marcuse, en el teatro de nuestro tiempo. ¿Mas tal cosificación del hombre sería tan absoluta como para poner punto final a la historia? El Manifiesto desecha tal posibilidad. En el desarrollo dialéctico no cabe el totalitarismo absoluto; los proyectos de su establecimiento han fracasado a la corta o a la larga porque gestan de inmediato su propia contradicción: la descosificación del hombre y su lucha por conquistar la nueva libertad que lo haga participante de una democracia no mediatizada por intereses faccionales y donde prevalezca la justicia social sin excepciones para nadie.
¿No es eso lo mismo que el Manifiesto enseña a los hombres desde hace 150 años como condición sine qua non de un mundo de amor que purgue al mundo del odio en que nos hallamos incluidos?