La Jornada viernes 27 de febrero de 1998

Ernesto Sábato
El Quijote: parábola de la condición humana*

Lamento no poder retribuir personalmente el afecto y la generosidad con que, en reiteradas oportunidades, me han invitado a participar de este coloquio internacional, en el cual se hará una lectura actual de El Quijote; figura trascendente, no sólo para los hombres de habla hispana, sino, también, para todos aquellos que han combatido por las causas más nobles.

Pasan los años y seguiremos sin hallar todas las respuestas acerca del sentido último de aquel símbolo sagrado que es el El Quijote. Y esta imposibilidad, lejos de ser un obstáculo es su mayor grandeza, ya que demuestra hasta qué punto el hidalgo pertenece a esa clase de razones que la razón no entiende, ante las cuales resultan impotentes los claros conceptos. Porque esas ontofanías que son nuestros sueños, al igual que el arte, no se expresan por medio de certezas, sino, a través de oscuras verdades, que nunca llegamos a descifrar del todo; de un sueño se puede decir cualquier cosa, menos que sea una mentira.

Ahondar en el corazón de los hombres

Hay dos importantes paradojas que debemos tener en cuenta para comprender la permanente actualidad de esta obra: ¿Cómo es posible que Cervantes, habiéndose propuesto escribir una regocijante parodia, haya finalmente escrito la gran parábola de la condición humana? Y, ¿por qué la tragedia del Quijote, alguien que difícilmente podemos imaginar en otro tiempo y espacio, nos conmueve hasta nuestros días, provocándonos, en medio de la risa, el llanto solidario con aquel desventurado andariego?

Como decía Kierkegaard, cuanto más se ahonda en el propio corazón, más ahondamos en el corazón de todos los hombres. Y cuando el creador --condenado a soñar el sueño colectivo-- emerge de aquel arcaico territorio de símbolos y mitos, y logra plasmar sus profundas intuiciones en su obra, descubre y describe los eternos atributos de la condición humana, ajenos a las vicisitudes de la historia.

Y así Cervantes, bajo la apariencia de una sátira de la novela de caballería, planeaba como un ``pasatiempo para el pacho melancólico''; termina escribiendo un mito que halla el choque de las ilusiones con la cruda realidad, y de la frustración a que este choque nos conduce. Y lo logra, como si su auténtica vocación fuera un sacerdocio. Un intercesor que reclama atención a las indiferentes deidades. Hasta verse obligado a sacrificar a su héroe, para tranquilidad de los mediocres y los lacayos; ofreciéndonos, gracias a su portentoso instinto poético, la parábola más conmovedora, el testimonio melancólico de la tragedia del hombre. No a través de juicios o razonamientos; sólo como el arte puede lograrlo: mostrándolo, sin dañar el supremo misterio.

Si en lugar de esos ingeniosos y descreídos bachilleres, nuestra mirada reposa en el destartalado hidalgo, se debe a que la obra, como diría Zambrano, más que un libro es una herida; un desgarro escrito en esa región intermedia de la carne, de la cual el alma es prisionera. Y si aún nos conmueve este tierno y desamparado andariego, es porque su caballerismo no fue ajeno al infortunio y la derrota; pero tampoco, a ese símbolo tan humano que es el resurgimiento desde las propias ruinas.

Por eso, se me ocurre que en esta nueva lectura debemos acercarnos al Quijote con un único anhelo: que la humanidad desvalida vuelva sobre la montura de su Rocinante, con la justicia como adarga al brazo, aventurándose al galope de la libertad y la honra; única forma que, según el propio Cervantes, da sentido a la vida.

Por nuestra presente historia, esto puede parecer menos que probable; pero también es cierto que alcanzar lo imposible ha sido siempre el destino de quienes se arriesgaron a lo verdadero.

Santos Lugares, 23 de febrero de 1998.

* Texto enviado por el escritor argentino, autor de la novela El túnel, en exclusiva para La Jornada.