La crisis de las economías del sudeste asiático redujo los mercados para la industria japonesa y las oportunidades de inversión en los países que, hasta hace muy poco, habían obtenido los mayores índices de crecimiento y eran presentados como modelos por los organismos financieros internacionales. Al mismo tiempo, esa crisis bajó los márgenes de ganancia de las empresas y aumentó la competencia en los mercados. La idea de que el boom continuaría eternamente había impulsado, durante años, el crecimiento especulativo inmobiliario en Japón y el del crédito en condiciones de riesgo.
Pero eso se reveló falso. Japón se encuentra actualmente ante una crisis de su sector financiero, que es sostenido por el gobierno nipón con un billón y medio de dólares de fondos públicos, ante una crisis política y de credibilidad social, y ante la reducción de las posibilidades de inversión de sus enormes excedentes. Estados Unidos, su mayor deudor y la principal fuente de oportunidades para los inversionistas japoneses que trasladaban a ese país enormes capitales, exige ahora a su prestamista que rebaje los impuestos o aumente notablemente la deuda pública para estimular el decaído mercado. Esa presión agrega nuevos problemas al gobierno de Hashimoto, criticado por los empresarios y banqueros locales, que le exigen mayores medidas con carácter urgente; por Washington, que hace contra Japón una guerra comercial virtual, y por la mayoría de la población del archipiélago, que cuestiona el creciente alineamiento con Estados Unidos en el campo militar y en el económico, y empieza a desarrollar sentimientos nacionalistas antiestadunidenses.
Japón podría entrar en su peor crisis desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y su gobierno se prepara a recibir el 11 de este mes a Boris Yeltsin, para intentar salidas y negocios por otro lado.
Lo cierto es que la crisis de las economías asiáticas, como la de las latinoamericanas cuando el efecto tequila, forma parte de un proceso único. La crisis sudcoreana, las de Tailandia, Malasia, Indonesia, Filipinas, Japón y la deuda exterior estadunidense reflejan en realidad el terrible desorden instaurado desde el fin de los acuerdos de Bretton Woods, el fracaso de la economía neoliberal y la prolongación de una fase depresiva más larga que las anteriores porque ha sido agravada por la destrucción de puestos de trabajo, de sectores industriales, de relaciones de intercambio más favorables que las actuales, de niveles de vida y por el derrumbe de todas las recetas preconizadas, sucesivamente, por el fundamentalismo económico del Fondo Monetario Internacional (FMI), que ya no tiene ni siquiera los recursos necesarios para paliar las crisis cada vez mayores y cada vez más simultá-neas que se presentan en econo- mías cada vez más importantes.
Para muchos, este caótico escenario les recuerda el panorama de los años 30, entre las dos grandes guerras mundiales, y podría ser causa de nuevas tensiones económicas y políticas dentro de la misma tríada de grandes potencias económicas, del surgimiento de nacionalismos agresivos (como la pretensión de Estados Unidos de que Japón, su acreedor, le saque las castañas del fuego) y de nuevas batallas económicas y proteccionismos.
Mientras los neoliberales piden ahora la intervención salvadora de sus principales Estados y el Estado liberal japonés trata de reflotar, con fondos populares, los bancos y los trusts, el mercado de capitales está amenazado mundialmente, nadie está seguro ni puede hacer planes siquiera a medio plazo y quienes no han podido llegar a acuerdos estabilizadores mundiales podrían verse tentados a utilizar sus aparatos de Estado no sólo frente a la creciente protesta social sino, también, frente a sus competidores.