MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La justicia de Judas
Filiberto se detiene ante el espejo y sonríe complacido mientras dobla la manga de su camiseta: mostrarse es parte de su trabajo. Luego se pasa la mano por el cuello. Lo adorna un Cristo en relieve. Su madre se lo regaló hace 19 años: Para que te dé fuerza, le dijo al entregárselo minutos antes de que se dirigieran al atrio de San Bernabé. Hasta la fecha, ahí se reúnen los actores que durante meses ensayan sus papeles en el drama de la Pasión. En 1979, cuando acababa de cumplir 20 años, Filiberto encarnó al apóstol traidor. Lo aceptó con la esperanza de que en futuras escenificaciones le asignaran el papel de Cristo.
Siempre que se aproxima la Semana Santa, Filiberto se pregunta con rabia por qué no se lo dieron cuando era mecánico ``B'' y estaba en condiciones de aceptarlo. Ahora, aunque algún despistado se atreviera a ofrecerle el honor, tendría que rechazarlo; en parte por las exigencias de su actividad actual, que no le deja tiempo para ensayos, y también porque él mismo se lo tiene prohibido -y conste que hasta el momento sólo gotas de sangre han manchado sus manos-.
Cuando aborda el tema con Edelmira, su madre, ella procura tranquilizarlo recordándole todo el bien que le ha hecho a tanta pobrecita mujer. Filiberto acaba reconociéndolo con una expresión modesta que sin embargo no le impide precisar: Si no fuera por eso, me canso que sería capaz de aventarme los cuatro kilómetros del recorrido cargando la cruz y todo. Imaginarse crucificado y semidesnudo, con gotas de pintura roja nublándole la vista, lo enternece y al mismo tiempo lo lleva a maldecir su destino: Chingao: ¿por qué tuvieron que cerrar la fábrica? Si las cosas hubieran sido de otro modo, él seguiría en su puesto de mecánico ``B'' con muchas probabilidades de hacer el papel de Cristo.
Para evitar que la frustración lo amargue, su madre le recuerda que todo siempre pasa por algo. Edelmira está convencida de que cuanto sucede en este mundo es obra de Dios. La mejor prueba es su propio hijo: nació tan grande que el parto fue un infierno. Edelmira consideró el tormento de tres días como castigo divino por la mansedumbre con que se le había entregado a Felipe Tierno un domingo, al final de un paseo por Xochimilco. Tuvieron que transcurrir más de 30 años para que ella comprendiera por qué su hijo había nacido con tales dimensiones.
En San Bernabé todos admiten que la representación de 1979 fue única, entre otras cosas, por el desempeño de Filiberto. En recuerdo de su excelente trabajo, vecinos y amigos siguen apodándolo El Judas. A Edelmira el apodo le disgusta cada día menos porque advierte el tono esperanzado y agradecido con que lo pronuncian las mujeres que van a su casa para hablar con su hijo.
Edelmira se concentra en sus labores domésticas mientras las recién llegadas le explican a Filiberto su situación: si es grave, él sale de prisa en compañía de la mujer; si no, la despide y espera el tiempo necesario antes de cumplir su misión. En ambas situaciones se quita el crucifijo y lo deposita en una polvera vacía que conserva el aroma del cosmético. Cuando Filiberto regresa de un servicio informa a su madre de los resultados y corre a ponerse el crucifijo que siente apenas perfumado.
Percibir ese aroma lo emociona. Le recuerda el 10 de mayo en que obsequió a su madre la cajita de polvos -la eligió por las violetas realzadas en la tapa- y las muchas ocasiones en que se refugió en el pecho de Edelmira para huir de la angustia que le producía la inútil y eterna espera de su padre.
Conoce su nombre y apellido -Felipe Tierno- pero únicamente lo ha visto en la foto que conserva su madre. Mirarla lo perturba porque en ella, junto a una trajinera bautizada de flores Margarita Felipe abraza a Edelmira con el gesto de un hombre que se sabe poseedor de una mujer.
A estas alturas de su vida Filiberto duda de todo, excepto de tres cosas: el amor maternal, el hecho de que nunca será Cristo y la certeza de que jamás conocerá a su padre. Aunque esto es lo que menos lo inquieta, cuando lo acosan impulsos vengadores contra quien lo engendró y abandonó, piensa que le gustaría encontrárselo y hacerle el resumen de su historia desde el tiempo en que soportaba en la escuela incómodas preguntas -¿No tienes papá?-, pasando por el glorioso periodo en que fue mecánico ``B'', hasta la época amarga del desempleo que lo llevó a convertirse en golpeador profesional.
A Edelmira le parece injusto que Filiberto se aplique semejante título. Para devolverle la autoestima, le recuerda el bien que ha hecho y los males que ha evitado con sólo exhibir su musculatura. No sabe cuál es el procedimiento que Filiberto aplica para desanimar a los maridos golpeadores, pero es capaz de imaginarse su expresión cuando tienen enfrente a un hombre tan alto y musculoso como su hijo.
Filiberto le ha contado que en su presencia algunos tipos piden disculpas a sus mujeres y prometen observar buena conducta apenas escuchan su reto -Orale cabrón, aviéntate, pégame. O qué ¿no más te gusta madrear a las mujeres? Pero hay otros menos dóciles que lo obligan a mostrarles la fuerza de sus puños. Sumada a un breve mensaje, es el mejor remedio contra el abuso: Esto nomás es una probadita de lo que te sucederá si vuelves a pegarles a tu señora y a tus hijos.
A Filiberto le desagrada ejercer la violencia. Lo compensa el respeto de que goza entre las mujeres del barrio. Algunas lo veneran por el apoyo brindado -Les juro que había estado encomendándose a todos los santos para que mi esposo cambiara conmigo, pero nada. Hasta que al fin me vine a buscar al Judas y desde entonces, santo remedio- y otras lo miran con expresión de complicidad, seguras de que apenas se lo pidan él las ayudará a cambio de una mínima paga. Filiberto siempre les recuerda a sus clientas que en los dos años que lleva de ejercer su trabajo no ha subido las cuotas e incluso actúa gratis en casos extremos.
Sabe que convertirse en golpeador profesional de hombres abusivos lo salvó del desempleo y le ha dado grandes satisfacciones. Pero a veces su profesión lo disgusta y lo llena de culpa. Su única defensa contra esos sentimientos es decirse que si anda metido en esto es responsabilidad de su antiguo patrón: un sábado, después de entregarles la raya, el propietario de Partes y Conexiones advirtió a sus trabajadores que estaba en quiebra y cerraría el negocio. Lo peor fue cuando dijo: Y si no les gusta, háganle como quieran. Cuando Filiberto vuelve a ese momento se arrepiente de no haber ejercido allí mismo su ocupación actual. Justifica su pasividad diciéndose que en aquella época estaba muy lejos de imaginarse que su estatura y corpulencia podían ser útiles para castigar abusos.
De eso se enteró luego de muchos meses de sufrir el desempleo. Una mañana, esperaba a sus antiguos compañeros frente a la entrada de Conciliación y Arbitraje cuando vio acercarse a Magda, la tintorera. Al principio le costó trabajo reconocerla -tan deformado estaba su rostro a causa de los golpes- pero ya no le cupo duda cuando la oyó suplicarle: Juditas, ayúdame: ahí viene mi marido. Instintivamente Filiberto levantó el brazo e impidió que el hombre -ebrio, hinchado de rabia- siguiera golpeando a su mujer. Luego, ante la actitud combativa que adoptó Filiberto, el agresor desapareció entre maldiciones.
Al día siguiente Magda les contó a sus vecinas lo ocurrido. Dispuesta a huir de su esposo, le suplicó a Filiberto que la acompañara a la terminal de autobuses. Allí insistió en darle a su protector el poco dinero que le quedaba: treinta y tres pesos. Cuando los recibió El Judas se dio cuenta de que, ahora sí, nunca iba a ser Cristo.